sábado. 20.04.2024

157. El viaje

No solo nos nutrimos de lo que comemos; lo que no podemos digerir psicológicamente genera problemas digestivos de igual forma que si comiéramos alimentos contaminados

El viaje
El viaje

Vivimos inmersos en atmósferas emocionales que influyen tanto sobre nuestra salud como el aire que respiramos. También respiramos miedo, alegría, paz, la tristeza o la violencia de nuestro entorno. Posiblemente nada es tan contagioso como las emociones, sean éstas positivas o negativas.

    No solo nos nutrimos de lo que comemos; lo que no podemos digerir psicológicamente genera problemas digestivos de igual forma que si comiéramos alimentos contaminados. 

    También las emociones proporcionan  la energía y la información que, al cambiar nuestros estados anímicos, modifican la atmósfera emocional que respiramos en nuestro entorno familiar y laboral. El amor ordena el ritmo cardiaco, el temor genera incoherencia y desarmonía en los pulsos del corazón. Esto reviste una gran importancia, pues sabemos ya que el ritmo del corazón es el marcapasos de todos los demás ritmos del cuerpo. Las emociones repercuten en el corazón, y a través del sistema vascular, a través de todo el cuerpo. También el ruido emocional genera alteración de los pulsos eléctricos de los centros que en el cerebro coordinan múltiples funciones vitales.

    Los mecanismos de comunicación propios de nuestro organismo son pulsos químicos y eléctricos que, en buena parte, son modulados por nuestras emociones. El disturbio en estos patrones de pulsación rítmica provoca enfermedades de todo tipo. Y la causa más común de tal  perturbación la constituyen las que denominamos emociones negativas o destructivas.

    Pero las emociones no son en sí misma negativas o destructivas, todas son necesarias para nuestra evolución. Somos nosotros mismos quienes le damos esa connotación según qué, las neguemos, las reprimamos o las canalicemos como formas primitivas de energía, que constituyen la materia prima de nuestras aspiraciones o ideales.

    Dos emociones básicas dan colorido a nuestra vida: el amor y el temor. Así como la ausencia de luz genera la oscuridad, la falta de amor es la madre del temor. El amor afianza en el interior la confianza, de la que nace el sentimiento de seguridad. En esta seguridad nos afirmamos, nos reconocemos, no amamos.

    El temor puede ser el de perder, el de no dar la medida, el de no ser queridos. En el amor, las emociones destructivas se disuelven, con una pizca de amor en nuestro corazón se genera alegría, ninguna emoción se queda retenida, y por la misma razón no asume características destructivas.

    De todas estas variedades de temor el mayor que tenemos es el miedo de morir. Sin embargo, la posibilidad de morir con alegría, esa muerte digna de quien vive el final de sus días como un nuevo amanecer, nos lleva a replantearnos la creencia de que la muerte es el final de la vida. Se muere el cuerpo, es cierto, pero cuando reducimos la vida a la dimensión del cuerpo, pienso que sería un absurdo, que más de 15.000 millones de años de evolución terminen para nosotros cuando se muera nuestro cuerpo físico.

    Si admitiéramos que este cuerpo es un precioso instrumento del alma o espíritu, en su tarea de aprendizaje, seguramente que estaríamos más contentos disfrutando de él,  como el viajero que disfruta de la embarcación que navega por el océano de la creación.

    Vivida desde el alma, la muerte no es más que una transición, el proceso a través del cual la crisálida va naciendo al desplegué de sus alas.

Hasta otro día amigos,

Un abrazo

Agustín 

157. El viaje