viernes. 29.03.2024

Hoy vamos a recuperar a uno de nuestros clásicos, Arturo Barea (Badajoz, 1897). Durante la guerra civil, apoyó incondicionalmente al bando republicano, lo que motivó que tuviera que salir del país (se exilió en Inglaterra, donde residió hasta su muerte, en 1957). Es conocido, fundamentalmente, por su trilogía La forja de un rebelde, obra autobiográfica, que fue adaptada para televisión de la mano de Mario Camus y que ha sido considerada por la crítica como una de las mejores novelas de lo que se ha denominado narrativa del exilio, no solo por su valor literario, sino también por su interés como documento de una época. Como curiosidad, la primera edición de esta obra se publicó en inglés, traducida por la mujer del escritor, Ilsa Barea. 

Nosotros, hoy, vamos a hablar de algunos de sus cuentos, los recogidos en El centro de la pista, publicados póstumamente en Madrid, en 1960. Todos ellos fueron escritos en el exilio, lo que justifica que la traductora –como ella misma afirma- se viera obligada a explicar algunos rasgos de la vida en nuestro país incomprensibles para un lector extranjero. Esta obra es, efectivamente, mucho menos conocida, pero les garantizamos que tampoco les va a defraudar.

Prácticamente todos los relatos se desenvuelven en un mismo espacio, Madrid, su ciudad antes de verse obligado a emigrar (aunque también incluye algunos relatos relacionados con su vida en el exilio, como es el caso de “Mister one”). Y todos ellos están narrados en primera persona; unos, desde la perspectiva de un niño (“El testamento”); otros, desde la de un adolescente (“El centro de la pista”) o de un hombre (“Agua bajo el puente”).  En cualquier caso, en cada uno de ellos aparece algún personaje o acción relacionado con episodios autobiográficos. El autor nos ofrece, además, una interesante crónica del Madrid de principios del siglo XX: “Madrid era aún la vieja capital que encerraba en su recinto estrecho grandes de España y mendigos, beatas que soñaban en cambiar el mundo a fuerza de rosarios…” (“Madrid entre ayer y hoy”), a la vez que le permite sumergirse en nostalgia en el mundo de su infancia, como una forma de recuperación de sus orígenes.

Conocemos los avances de la capital en estos tiempos: la llegada de la luz, las primeras instalaciones de grifos (que trajeron consigo la desaparición de toda una casta, la de los aguadores),  el interés por que los niños acudieran a las escuelas a aprender a leer –algo increíble hasta esos momentos- , la mendicidad y el pillaje… Los personajes que se mueven por estas historias son también reales: su tío Anselmo, su madre, el propio autor, y todos ellos protagonizan historias creíbles, sin atisbos de fantasía, y a través de los cuales conocemos también la gastronomía de la época: “Pan, aceite y sal son un alimento delicioso, sobre todo si el pan es duro. Se echa un chorrito sobre una rebanada de pan, y el pan lo bebe ansioso. Después, se espolvorea con sal y es una merienda deliciosa”.

Hay quienes opinan que Barea no es un buen cuentista y  que su prosa se desenvuelve mejor –quizás por la extensión– en la novela. Es cierto que el estilo de estos relatos breves es, quizás, excesivamente sencillo, casi transparente, sin adornos (algunos dirían que prosaico), pero merecen la pena sobre todo por su capacidad de recreación de ambientes y por la cercanía de los personajes y de las historias que estos protagonizan.

Arturo Barea, el cuentista desconocido