viernes. 29.03.2024

Un obispo acebano en la diócesis cauriense

El calor asfixiante de estos meses de julio y agosto, seguro culpable del azote que entristeció los pueblos serragatinos de Alba, me ha recordado con perseverante insistencia la obligación, voluntariamente adquirida, de satisfacer la curiosidad de algunos asiduos lectores por un noble personaje que da nombre a una de las calles del pueblo de Acebo

“Placa de la Avenida Martín Rodríguez. Acebo”, cedida por Francisco Rodríguez Estévez. www.sierradegatadigital.es
“Placa de la Avenida Martín Rodríguez. Acebo”, cedida por Francisco Rodríguez Estévez. www.sierradegatadigital.es

No soy muy amigo del cambio de nombre de las nuestras calles, sino más bien de recuperar y conservar sus nombres antiguos, tal como las mentaron nuestros abuelos. Si una calle se llama del Álamo, debe seguir siéndolo así, en beneficio de la memoria histórica. Bienvenidas sean todas las denominaciones dadas para homenajear a los reputados hombres y mujeres ilustres de esta tierra o para señalar la notoriedad de las efemérides recientemente acaecidas, pero siempre dentro del callejero nuevo y del respeto debido a avenidas, calles, callejas, plazas y plazoletas nacidas a la sombra de Jálama, despiertas al primer canto del presumido gallo rojinegro. No es bueno que un pueblo pierda el píe de sus crónicas por el capricho y el antojo arbitrario de los gobernantes en el cambio político de cada legislatura.

Pero no quería hablaros hoy de eso, más bien del contenido de un rótulo que colocaron en la fachada de una de las casas del entonces capitán Hipólito Maldonado, que reza: “Avenida Obispo Martín Rodríguez. Obispo de Ceuta 1729-1789”. Pregunté a la gente del lugar y nadie daba fe de este obispo, ni de su familia, tal vez porque el letrero en cuestión no dispone espacio suficiente para concretar algunas cosas y/o porque la fecha lleva a error. 

Esto es, al ilustrísimo obispo ni le pusieron bajo el agua de la caracola el nombre de Martín, ni ejerció como Obispo de Ceuta entre 1729 y 1789, como dice sin querer decir la citada cerámica impresa. La placa ignora que también tomó la mitra de Coria, cuando Acebo formaba parte de la jurisdicción de esa noble y bella ciudad, un olvido importante en la historia compartida de pueblos hermanos.

Nacido en Acebo en 1729, quedó bautizado como Francisco Diego Martín Rodríguez. Tomó el hábito de San Francisco, de cuya orden fue Provincial, siendo nombrado primero obispo de la apreciada ciudad de Ceuta (1779-1785) y luego de la muy noble y muy leal ciudad de Coria (1785-1789). Es, en esta última ciudad, donde fallece en 1789.

Compartió, por tanto, las diócesis de Ceuta y de Coria este obispo arrancado, como las cepas serragatinas, de las entrañas de la Villa y Tierra. Tal vez su devoción cristiana naciera a la vera de la calleja del Gorronal, por donde la correntía del caño de riego traía el sentimiento de espirituales cánticos y rezos al huerto de los frailes,  entre el musgo de las paredes de piedra y la humedad del río del Cahíz o Lágina que baña su huerta. Pudo ser que anduviera cobijado, como los demás  religiosos observantes de la orden de nuestro seráfico padre san Francisco, a tan solo cincuenta pasos extramuros del pueblo del Acebo. 

Ocurrencia aquella de los vecinos y vecinas que, con la complicidad de autoridades y frailes y la aquiescencia pertinente del obispo de Coria y del duque de Alba, decidieron trasladar un convento de título Santiago desde el Cerro Moncalvo en Villamiel al lugar del Azevo. Corría el año de 1595 siendo ya parte primero de la provincia franciscana que dio nombre el santo matamoros, y, más adelante, de la provincia de San Miguel (1587).  Don Antonio Álvarez de Toledo y Beaumont (V duque de Alba y V marqués de Coria), continuaba así con la edificadora labor religiosa de sus antecesores y don Pedro García de Galarza, obispo de Coria, le ganaba la partida de ajedrez al de Ciudad Rodrigo, de quien dependió hasta ese citado año el convento de Santiago de Moncalvo. 

Sobrecogido por la belleza del paisaje natural del pueblo que le vio nacer, fray Diego Martín Rodríguez, que este es su nombre y los otros dos sus apellidos, bebió de la generosa entrega y humildad de los padres seráficos, pero sobre todo de la sabiduría y capacidad para aprender las nociones necesarias de teología, en el  consumo erudito y humanista de la lengua latina de las iglesias y de las universidades. Una lengua propia de las cátedras de gramática que dejaron en este lugar un venero de prestigio académico  y cuatro reales de vellón al mes, por cada alumno. La lengua romance quedaba, por contraste, instalada entre la población que hacía uso de ella en su forma oral, principalmente, pero también en sus formas escritas y literarias. Una lengua romance de tiempos de guerras, de cuando el león rampante amilanó a moros y castellanos y que, vélequi, pudiendo ser leona pasante, dio en gata estante. 

Todavía recordaba orgulloso como un corista le contó que los terrenos habían sido cedidos por el Concejo del Azevo y que, antaño, tuvieron que derruir la pequeña ermita del Sancti Spíritus para levantar el sacro edifico actual, con casa, oratorio y enfermería. Las autoridades acebanas les facilitaron, no solo el solar, sino también albañiles y operarios con toda la madera necesaria. Madera cortada de los poblados montes serragatinos, abundantes en robles y castaños. Al inicio de la obra, 400 ducados aportados en donativos y repartimientos. 

Una vez que la construcción avanzó, trájose en su custodia al Santísimo Sacramento, los vasos sagrados, imágenes y ornamentos con solemne procesión y festejo de todo el pueblo. Se tuvo como prodigioso, y vaya si lo fue, que ninguna vela ni hacha, de las que alumbraban el camino de la solemne procesión, se apagase durante el trayecto del Cerro Moncalvo de Villamiel al lugar del Gorronal en Acebo. 

Sentado entre los franciscanos olivos vería, el futuro obispo de la Virgen de Argeme, pasar al pastor conventual encargado del ganado lanar. Interrumpía este la santa lectura, absorto el epíscopu en algún pasaje bíblico de la belicosa historia judía o de la forma de vida de la misión de Cristo y sus discípulos, fiel imitación. Se quejaría el zagal entonces, como ahora, del miserable salario anual de seiscientos noventa y tres reales de vellón, que le pagaban los modestos frailes. Las borregas, ajenas a lenguas latinas y de romance, aprovecharían la improvisada tertulia, con el lógico descuido del pastor, para mordisquear las partes tiernas de los benditos sarmientos de las vides, sostenes de un buen mosto de iglesia capaz de enrojecer el rostro más pálido del monje más recio. Corre el mayoral de ovejas en denodados gritos y estruendosos silbidos, descompuesto en arrieros juramentos. Fuertes palabras para un valle tranquilo que aguarda paciente la libertad de sus pastos entre margaritas, malvas y narcisos.

El fraile no se escandalizó de tal comportamiento. Al mozo de borregas y cabras, que cuidaba también de los cerdos y ayudaba a los frailes cañeando la huerta, lo conocía desde hacía mucho tiempo. Era hijo de aceituneros, nacido como él sobre el mullido colchón de lana de una de las casas de piedra de granito del pueblo. En muchas ocasiones lo vio tras el burrino pardo, acarreando seronás de aceitunas a los pozos del molino de aceite de una piedra, que don Andrés Godínez de Paz administraba junto al Puente de la Calzada. Almazara que pertenecía a los duques de Alba, marqueses de Coria, señores del lugar. 

De cuando en cuando cerraba el sagrado libro, marcando suavemente la página en uso, para acercarse a la fuente conocida como Loca y que ellos quisieron llamar Santa, necesitaba refrescarse un poco, como se refresca el prado con el rocío de la mañana. Siempre, ¡claro está¡, que la santa fuente loca tuviera a bien dejar ver su agua, pues tanto en invierno como en verano acostumbra a manar abundantemente, como a secarse por periodos indeterminados, siendo ese su congénito capricho innato. Siempre fría en el bochorno del  verano y con esa sensación de calor en la gelidez del invierno. Servicio sin cargo de la naturaleza al intermitente y espontáneo fluir del manantial acebano.

No sería la única queja, esta de los salarios, que escucharía el fraile mitrado, aunque las otras también van de perras, bien mirado. Pero esto os lo cuento en otro capítulo, Dios mediante y siempre la verdad por delante.

Foto. “Placa de la Avenida Martín Rodríguez. Acebo”, cedida por Francisco Rodríguez Estévez.

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