sábado. 04.05.2024

Dos paisajes y una tristeza

 Llovió abundantemente este invierno así como al comienzo de la primavera, por lo que la sierra, ahora, está engalanada de colores. A los ojos, en la lejanía, se nos ofrecen las laderas de los montes tintados de un leve color morado gracias a los abundantes brezos florecidos, que compiten con el amarillo radiante de matas de escobas y carquesas. Los castaños ya han convertido los brotes y yemas de hace unos días en hojas nuevas, brillantes y frescas. Más abajo, resalta la belleza austera de la flor de la jara y de su hermano menor, el jaguarzo morisco. Por el camino forestal, las primeras floraciones de lavanda y digital están acompañadas en el suelo por una miríada de pequeñas flores con pétalos de apenas unos milímetros. Todas ellas, con sus tonos de azules, violetas, lilas o cárdenos, entreverados de blancos y amarillos, parece que saluden al caminante con una bienvenida extraordinariamente deliciosa y colorida. El agua abundante permite que, todavía en mayo, bajen los arroyos y regatos con cierta alegría para alumbrar ese sorprendente juego de reflejos casi metálicos de los rayos del sol, hoy realmente generoso, al querer penetrar en el interior de sus corrientes. Son días en que se comprende esa afirmación tan elemental de que el sentido de la vida no es más que el de la vida misma, vivir y vivirla, aceptar, a pesar de la racionalidad, nuestra condición animal y, con humildad, integrarse en el devenir de la naturaleza. Es un paisaje, valga el tópico, idílico. Es, simplemente, una visión hermosa y apacible de estas sierras del norte de Extremadura.

Pero el paseo se complica para el aprendiz de filósofo paseante, cuando su vista empieza a tropezar con ciertos indicios de dejación del campo. Aquí encuentra un posible cantero sin cultivo, al que las zarzas y las retamas se empeñan en ocultar; allí los muros caídos de varios bancales donde los olivares se asilvestran y enferman de abandono. Junto a dos viñas cuidadosamente atendidas, otras tres desamparadas. A la vera del río solo se cultiva la mitad de los huertos, y, donde no hay cuidados, sus negras tierras, verdaderamente feraces, dan como escueta cosecha los jaramagos y las ortigas. Recuerda ahora que la quesería se cerró hace un par de años, que la serrería pone en marcha su maquinaria muy de tarde en tarde, y que le han comentado que las casas rurales reciben escasos visitantes. Por supuesto, ya no hay pastores que pastoreen rebaños de cabras, ya nadie sube a los pinares de la Malena para la temporada de la resina, ni carga aceite en los burros para alcanzarlo a Castilla en trueque por harina, ni dispone las colmenas para recolectar miel de brezo. Los abundantes molinos de aceite de antaño son ahora museos o restaurantes, si no son ruinas. Hace décadas que la economía tradicional quedó en desuso. Por los montes apenas se ve gente, salvo a los hijos y los nietos de quienes emigraron, que, algún fin de semana, se cruzan en mis paseos, caballeros mecánicos de unas estruendosas motos skuart: vienen al pueblo para abrir la casa de los abuelos, llenas de olores a pasado y a renuncias. Este es otro paisaje, el paisaje humano, menos bello, más triste, que dibuja la despoblación lenta, paulatina de muchos pueblos extremeños, escenificada por el goteo continuo de los mayores que fallecen y que se nos avisa mediante el tañido triste de las campanas de la iglesia.

No es este un artículo de crítica; tampoco de reivindicación, ni de nostalgia rural trasnochada. Es un lamento sereno pero profundo, al constatar que lo que se viene diciendo desde hace tiempo acerca de la despoblación de nuestros pueblos y aldeas, es una verdad que se puede observar, de manera más directa, y por encima de las estadísticas demográficas y de los informes oficiales, caminando por sus calles y por sus tierras.

Es un ruego, un llamamiento para que, al margen de las “políticas” de afianzamiento de la población rural, basadas casi exclusivamente en el subsidio necesario, pero castrante, o más allá de las bienintencionadas iniciativas de colectivos alternativos y de comunas de urbanitas decepcionados, se encuentren formas imaginativas y eficaces, fórmulas de dimensiones humanas que hagan posible que estas poblaciones vuelvan a estar vivas. No del mismo modo, es obvio, que hace cincuenta años; no con la misma cuasi pobreza que arrojó a muchos de sus habitantes a la emigración, sino con auténticas intervenciones políticas, en su mejor sentido, que rescaten lo que de valor económico tenga el modo de producción del pasado y haga rentables las actividades que se puedan ofrecer en el futuro a una sociedad que reclama naturaleza. Sin “ocurrencias” puntuales, sin “emprendimientos” ilusorios, sino con realismo y eficiencia: esos son los auténticos retos para políticos con vocación de gestión y no de figurar en las portadas de los periódicos.

Poco a poco, este paisaje rural tan placentero, tan entrañable, se nos está muriendo. Mientras tanto, en las ciudades se amontonan millares de jóvenes que no tienen trabajo ni esperanza de encontrarlo en varios años. Algo no cuadra, algo no va bien.

Dos paisajes y una tristeza