martes. 19.03.2024

¡Ya soy mayor! (1)

Cumplir dieciocho años supone alcanzar la plena capacidad, es decir, podemos hacer cualquier cosa que no exija algún requisito adicional, más allá de ser adulto y estar “en nuestros cabales”. Por eso existe la incapacitación para las personas afectadas por minusvalías que les impidan, como dice la Ley, “gobernarse por sí mismas”

IMAGEN tomada del blog de Catalina Gracia Saavedra
IMAGEN tomada del blog de Catalina Gracia Saavedra

Recientemente, nuestros políticos han rechazado rebajar la mayoría de edad a los dieciséis años. Actualmente, está establecida en los dieciocho años, desde 1978, cuando se cambió la Ley para que desde esa edad se pudiera votar en el referéndum por el que se aprobó la Constitución. De hecho, tanto en el de la Ley de Reforma política de 1976, como en las elecciones generales a Cortes constituyentes, era necesario tener veintiún años cumplidos si se quería usar la urna.

Cumplir dieciocho años supone alcanzar la plena capacidad, es decir, podemos hacer cualquier cosa que no exija algún requisito adicional, más allá de ser adulto y estar “en nuestros cabales”. Por eso existe la incapacitación para las personas afectadas por minusvalías que les impidan, como dice la Ley, “gobernarse por sí mismas”.

Pero además de esta “barrera”, existen otras edades en las que la Ley nos reconoce “algo”. Vamos con ello.

Ya antes de nacer, podemos heredar a una persona que fallezca mientras estemos en el vientre de nuestras madres, siempre que luego nazcamos y vivamos, al menos, 24 horas. Tanta importancia tiene esto que el propio Código civil contiene varios artículos destinados a las “precauciones que deben adoptarse cuando la viuda queda encinta”, nada menos que un capítulo con nueve artículos. Suena a novela de Charles Dickens, pero lo cierto es que se prevé incluso que el interesado (o sea, quien sería heredero si la criatura no nace) designe a persona “que se cerciore de la realidad del alumbramiento”. Basta imaginar el caso de un rico hacendado muerto sin testamento, cuyo padre temblaría al saber que su nuera ha enviudado, pero en estado, si no se fía mucho de ella, y teme que se la dé con queso, simulando lo que no es. Parece más propio de otras épocas, pero lo cierto es que esa parte del código sigue vigente. 

Los doce años es el límite bajo el que los niños que van a ser adoptados deben ser oídos según su edad y juicio, pero si ya los han cumplido, deberán consentir ( o sea, que tienen un papel verdaderamente decisorio). Algo similar sucede en caso de separación de los padres.

A los catorce años, aunque pueda sorprender, se puede hacer testamento (algo muy raro en la práctica, pero que hay que relacionar con la posibilidad que existía, hasta hace pocos años, de contraer matrimonio civil a esa tierna edad, con permiso del juez de primera instancia, y oídos (ojo, no era indispensable el consentimiento) los padres o tutores del contrayente menor. Actualmente, la edad nupcial mínima es la de dieciséis años.

Como curiosidad, podemos decir que existe todavía un tipo de testamento “en tiempo de epidemia”, que se otorga sin notario, y ante tres testigos mayores de dieciséis años. Volvemos a acordarnos de imágenes literarias, a mí me viene a la cabeza las novelas sobre la Edad Media y las plagas de peste. Parece lógico que se dispusiese para esos casos tan difíciles medios más asequibles para que los moribundos pudieran testar. Pero lo cierto es que, al menos en teoría, sería válido hoy día ese testamento, aunque luego habría que acreditar la epidemia, protocolizarlo y cumplir con unas trámites que aconsejan, simplemente, llamar al notario y darle una mascarilla para que se la ponga.

En otras ocasiones, otra edad la que marca qué podemos hacer o no, pero eso será materia del próximo artículo.

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