sábado. 20.04.2024

Siglo XVIII (VII) Carlos IV (1788/1808)

Aquel hombre bonachón y excelente relojero que fue Carlos IV intentó durante los dos primeros años de su reinado seguir la política ilustrada y reformista de su padre. Durante su reinado no ocurrió nada notable por aquí, aunque si hubo personalidades que lo fueron. A una de ellas, al primer conde de La Cañada, le dedicaremos unas líneas. A otra, un zascandil, también le dedicamos algunas. Hablaremos también del fin de la encomienda de Trevejo y de la Guerra de las Naranjas

 Carlos IV (Goya. Museo del Prado)
Carlos IV (Goya. Museo del Prado)

La vieja e hidalga familia de los Godínez de Paz se había ido extendiendo desde Hoyos por otros pueblos de la Sierra: Acebo, Villasbuenas, Villamiel, San Martín, ...

La rama establecida en Acebo era poseedora de un molino, por concesión del señor del lugar, el duque de Alba. Pues bien, la familia que regentaba el molino en nombre de los Godínez de Paz tuvo un hijo que a todas luces se veía estaba más dotado para los trabajos intelectuales que para los corporales. Así que los amantísimos padres hicieron toda clase de sacrificios para que el chico pudiese hacerse cura. A este cura, hijo de molinero, le salió un sobrino no menos inteligente que él, pero que no estaba inclinado por el sacerdocio. Después de cursar los primeros estudios en el convento de Acebo marchó a la Universidad de Salamanca, donde fue puesto bajo la protección del villamelano don José de Jerez, catedrático de ella.

Ese joven nacido en Acebo en 1726 y cuyo nombre era Juan Acedo y Rico, destacó pronto por sus excelentes cualidades y pasó a ser uno de los jefes de los “manteístas” (los universitarios pobres) que se enfrentaban a los “colegiales” (los universitarios de origen noble formados en los colegios mayores).

Esa división de los estudiantes en dos bandos tenía su reflejo en la vida política del país: los manteistas se integraron en el bando de los “golillas” y los colegiales en el mal llamado “partido aragonés”. Los primeros eran los juristas, generalmente procedentes del pueblo llano, formados en la universidad, que se enfrentaban a los nobles del partido aragonés en la lucha por el poder político. El jefe de los golillas era el conde de Floridablanca, el del partido aragonés el conde de Aranda.

Terminados sus estudios, don Juan Acedo y Rico pasó a formar parte del bando de los golillas, como era lógico suponer. Casi de inmediato fue nombrado abogado (uno entre muchos) del Consejo de Castilla. Sus escritos alcanzaron pronta fama por su rigor jurídico. De entre su vasta producción podríamos destacar Juicios civiles y Recursos de fuerza. Pero el estudio que le consagró definitivamente fue uno de larguísimo título: “Exposición de un breve, en el cual el papa Pío VI concedió a Carlos III y sus sucesores facultad de percibir algunas de las rentas eclesiásticas para emplearlas en los piadosos fines de S.M.”

De dicho estudio se deducía en forma incontrovertible que la Corona podía quedarse con la tercera parte de las rentas de todas las capellanías incongruas del país, derecho que era discutido por la iglesia. Como no era cuestión de pagar honorarios al joven abogado que con su dictamen tan pingües beneficios aportaba a las arcas de la Corona se le premió con el título de conde de la Cañada en 1789, pocos meses después de iniciada la Revolución en Francia. Al estar vinculados los títulos del Reino a la posesión de la tierra, el nombre de la distinción nobiliaria fue tomado de la pequeña finca rústica que nuestro paisano poseía en Acebo en el paraje conocido como la Cañada. (Digamos, como curiosidad malsana, que al recibir el condado nuestro paisano unió en uno solo sus dos apellidos y se agregó otro; pasó a llamarse Juan AcedoRico Rodríguez y Gómez Lázaro).

Cuando el conde de Floridablanca cayó en desgracia política, exonerado de sus cargos y sometido a juicio, el primer conde de la Cañada (amigo además de Godoy) fue su abogado defensor; sabemos que perdió y que también tuvo que abandonar la política. Se hizo construir un caserón en Acebo, que aún se conserva, donde residió durante cortas temporadas ya que por su matrimonio se vinculó más a Ciudad Real.

En 1816 nació su hijo Rafael, quien sería después segundo conde de la Cañada, con grandeza de España, y teniente general. Nuestro paisano murió en Madrid en 1821.

Las intenciones de Carlos IV de seguir la política ilustrada y reformista de su padre se vio casi de inmediato frustrada por el comienzo de la Revolución Francesa.

En 1790 Floridablanca tomó una serie de medidas represivas tales como la prohibición de la venta de la Enciclopedia y los estudios en el extranjero. Al año siguiente se prohibió la publicación de todos los periódicos, salvo la oficialista Gaceta de Madrid. En 1894, y estando ya al frente del gobierno el extremeño Godoy, después de la ocupación por los franceses de algunas plazas fronterizas, prosiguió la política represiva de la libertad de información.

En esas circunstancias fue denunciado ante la Inquisición el villamelano Vicente Jerez. Este Vicente Jerez era sobrino del ya citado deán don José, y primo de otro canónigo de Ciudad Rodrigo, don Andrés Jerez, del que hablaremos en otro artículo. Vicente estudiaba Leyes en Salamanca cuando topó con la Inquisición. Así nos cuenta el incidente un moderno historiador:

“El 5 de agosto de 1795, el familiar de la Inquisición en Villamiel, pueblo insignificante de la provincia de Extremadura, próximo a la frontera portuguesa, presentó a la Inquisición de Llerena un manuscrito titulado “Exhortación al pueblo español para que deponiendo la cobardía se anime a cobrar sus derechos”, que le había entregado el cura del pueblo. A él se lo había dado a leer el cirujano Francisco Muñiz. Éste declaró haberlo recibido de Vicente Xerez, estudiante de Derecho en Salamanca, quien además le había contado que existían varias otras copias del manuscrito y prometido enviarle papeles aún peores. Cuando el 1 de septiembre, Xerez compareció ante el Santo Oficio, refirió que el manuscrito en cuestión era copia hecha por otro estudiante de Salamanca, y reveló que sabía de tres personas de la región que tenían ejemplares. Por Salamanca, dijo, circulaban muchas copias de la Exhortación, por cuyo contenido se podía inferir que el autor era Ramón de Salas, catedrático de Derecho en la Universidad, quien contaba a Marchena entre sus preferidos antiguos alumnos”. ( HERR, Richard: España y la revolución del siglo XVIII, Madrid, 1964; pág. 272).

Tras apresurarnos a decir que Villamiel no era todavía de la provincia de Extremadura digamos que a Vicente Jerez, colaboracionista con la Inquisición y con familiares influyentes dentro de la Iglesia, no le ocurrió nada o le ocurrió poco, todo lo más se le aconsejó cambiar de residencia. Marchó a vivir a San Martín de Trevejo, donde lo veremos en 1825 como administrador de la encomienda.

Asumido por la Corona el maestrazgo de las Ordenes Militares de origen español durante el reinado de los Reyes Católicos, resultaba un tanto extraña y anacrónica la existencia en nuestro país de una Orden, como la del Hospital de San Juan de Jerusalén (más conocida ya como Orden de Malta), de carácter soberano, es decir, que era un verdadero Estado independiente.

Los intentos por unir la Orden del Hospital a la Corona, en cuanto a España se refiere, habían sido muchos y en numerosas ocasiones el Teniente del Gran Prior máxima autoridad de la Orden en nuestro país había sido un miembro de la realeza. Será Carlos IV digamos Godoy quien dé el paso definitivo.

Ya en 1794, en plena guerra con la Convención francesa, y con el sempiterno problema del déficit público, al ministro de Hacienda, Gardoqui, se le ocurrió cobrar un tanto por ciento sobre las rentas producidas por las encomiendas de la Orden de San Juan. No hubo grandes protestas y la cosa tampoco pasó a mayores, pero no se olvidó que de ahí se podía obtener algún ingreso.

En 1798 Napoleón tomó la isla de Malta y expulsó de allí a los sanjuanistas u hospitalarios. Mientras el Maestre de la orden andaba buscando donde establecerse, el rey Carlos IV por Real Cédula de 20 de enero de 1802 se declaró Gran Bailío jefe supremo, en lenguaje coloquial de la Orden de San Juan de Jerusalén, en España. A partir de ese momento la Corona administró los bienes sanjuanistas y a medida que fueron muriendo los diversos comendadores se nombró para sustituirles administradores regios. En principio, y sobre el papel, las rentas de las encomiendas estaban destinadas a fines piadosos y asistenciales.

El último comendador de Trevejo o San Martín de Trevejo, como se dice otras veces por tener su residencia habitual en esta última localidad, fue Esteban Riaño, nombrado en 1789. Con su desaparición se rompía, en forma directa, la presencia de una Orden que durante más de seiscientos años había regido, para bien y para mal, una parte importante de la Sierra.

Como consecuencia de un acuerdo firmado en Aranjuez (29 de enero de 1801) entre la Francia del Consulado dirigida por Napoleón Bonaparte y España, nuestro país se comprometía a conseguir que Portugal abandonase su tradicional amistad con Inglaterra para pasar al bando de los aliados napoleónicos. De no conseguirse ese objetivo a través de negociaciones, un ejército francoespañol invadiría Portugal.

Parece ser que Godoy se dio cuenta del peligro que suponía la presencia de un ejército francés en suelo hispano. Así pues, y sin más que unas protocolarias negociaciones, se apresuró a reunir un ejército de sesenta mil hombres e invadió Portugal. Se ocuparon rápidamente algunas plazas, Olivenza entre ellas, con una mínima participación francesa porque la premura impuesta por Godoy y la relativamente rápida capitulación portuguesa (6 de junio) impidieron que Napoleón encontrase motivos más o menos coherentes para enviar a la Península grandes ejércitos. Así y todo, pero con retraso como había previsto Godoy, llegaron a España tropas francesas. El día 1 de junio 700 soldados de Napoleón se aposentaron en Ciudad Rodrigo. El 20 del mismo mes salieron con dirección a Alcántara para incorporarse al ejército español, pero sólo llegaron hasta San Martín de Trevejo donde se alojaron en el convento y donde cometieron los grandes desmanes que repetirían siete años después. Afortunadamente para todos, como Portugal se había rendido ya, recibieron orden de regresar a su país. El día 2 de julio estaban de vuelta en Ciudad Rodrigo. Esta mínima guerra es la que se conoce como Guerra de las Naranjas, cuyo único resultado positivo para nuestro país fue la incorporación de Olivenza.

Quien tenga interés en saber más del conde de la Cañada puede leer aquí, en Sierra de Gata Digital, el artículo de Julián Puerto Rodríguez: Relectura de leídos (III). Don Juan Acedo Rico, primer conde de la Cañada.

Siglo XVIII (VII) Carlos IV (1788/1808)