jueves. 25.04.2024

El bar de Jacobo. Punto de encuentro

En Acebo, su pueblo y el mío, se me ha muerto como del rayo, Jacobo Simón, con quien tanto quería

Aitor Caìcerres Trueba. Amapolas. Acuarela sobre papel guarro
Aitor Caìcerres Trueba. Amapolas. Acuarela sobre papel guarro

Aquel joven matrimonio, cargado de ilusiones, no quiso perderse el tren del desarrollismo económico de finales de los sesenta y principios de los setenta, apertura económica del pasado siglo XX, y se enganchó al tren que tiraba de unos vagones repletos de gentes que, de manera imparable, estaban formando una histórica clase media, apenas visible hasta entonces. 

Una juventud formada entre los goles de Miguel Muñoz y la música de “Montañas nevadas”. Forjada en el pasado del wolframio y la propuesta encajera. Criada entre la leche americana, de la letra con sangre entra, y el bullicio de los juegos populares. Libertad apresada entre la cuadrilonga plaza mayor y los desquites hacia los barrios del Cordero y el Cristo, por las empinadas calles del pueblo, cuyas puertas de cuarterón siempre llevaron al campo. 

La calle una plaza abierta,

la plaza un planeta unido.

Con calles a muchas puertas,

casas de abuelos y de primos (1).

Calles de gallinas ansiosas de las migas que desparramaron las rebanadas de pan untadas de la blanca nata de la leche de las vacas. Vacas orgullosas que alzaban sus cortos cuellos con sus bocas verdes llenas de hierba fresca de los Veneros, que te miraban fijamente, como invitándote al festín. Veredas de vacas haciendo sonar sus chocallos con la cachaza que heredaron de sus padres en la paz de la frontera. Caminos de cabras que, siendo más de dos mil, se desplegaban como hormigas por entre los brezos y la mataescoba, examinando minuciosamente cada palmo del monte, antes de bajar a la tranquilidad de los corrales mimetizados en el valle.

Eran tiempos de animales, donde el cerdo, animal de compañía, se revolcó sin recato alguno en las cochineras, esperando su San Martín. Las cuadras, de olor a estiércol, dejaban escapar el bufido de las monturas, delatando la posición social que la familia ocupaba en los estamentos establecidos al efecto, fuese aquella de burro, mulo, yegua o caballo. Los gatos dormían, como siempre, enrollados sobre colchones de pura lana virgen, recién esquiladas las cuatrocientas borregas que se alimentaban a la sombra de las oliveras. Gatos que quemaron su pelo, limpio al lamido, sobre el humeante picón de los braseros. 

Todavía el campo olía a siembra y los ríos trasportaban el agua cantarina de las fuentes de la Sierra, la misma que guardaban las celosas tinajas de negro barro. Sobre su redonda boca una tapa de madera y un vaso de latón blanco. Suficiente para saciar la sed, lavar los cacharros de la loza y asear las personas en palanganas blancas de metal o porcelana. 

Eran tiempos de entierritos blancos, aquellos que se le escurrieron por entre los dedos al médico que, incansablemente, visitaba los domicilios, al mejor cuidado del enfermo. Recetas en frasquitos de líquidos con tapón de goma de medicina Veterin Capon, 8 c.c inyectables, que el practicante convertía en un ritual maligno de fuego, con olor a alcohol barato de farmacia, antes de clavar el afilado puñal allí donde la espalda perdió su honrado nombre, introduciendo el remedio mediante una gigante jeringuilla de cristal.

Una juventud que despertó tardíamente a los Beatles y se repartió, frente al sonido materno paternal de la copla, entre el movimiento pop, los temas extraídos del rock extranjero y la canción protesta. 

Yo vengo de un tiempo que me nombra,

con espada de madera y crucifijo.

En la escuela se cantaba el cara al sol

y en la calle a Molina y Joselito (1)

Aquel joven matrimonio, cargado de ilusiones, se sacó de la manga un local moderno para el ocio de la juventud de entonces. Una juventud que alternó el bailoteo, almacenado en los discos de negro vinilo, que se ofrecía en los espacios del Refugio, con los refrescos y medios cubatas de gincola y ginlemon del rebautizado popularmente como Jacobo´s Bar. Unos  recintos que, posiblemente sin saberlo, rompieron con la humedad de las tabernas, dando un aire fresco a la asfixiante cultura de sables y fusiles que amordazó la poesía y vistió de negro a las mujeres.

Jóvenes de comedor escolar humanitario pudieron entonces dejarse el pelo largo y desgañitarse entre el ensordecedor volumen de los tocadiscos. Una aguja que recorría la elíptica del vinilo para lanzar al aire la música de “Satisfaction”. Los Rolling Stones, se ocultaron durante mucho tiempo tras la pantalla de cinemascope del cine Maravillas, ya disco Refugio, como los Creedence Clearwater Revival lo hicieron, con su “Have you ever seen the rain”, tras el cristal de la máquina de discos de Jacobo Simón, o los Lone Star  con “Mi calle”, en la escogida presencia de los guateques . Últimos gritos musicales de aquella época que irrumpieron en las fiestas para permitir bailar pegados, (el famoso: ¡aprieta, aprieta!), pero sobre todo para el lucimiento del cuerpo en los bailes sueltos, que provocaron mover el esqueleto sobre la base de convulsiones rápidas y desenfadadas. 

Afortunadamente nadie hizo caso a la ira de los púlpitos y a sus proclamas sobre las músicas diabólicas que perturban los valores morales, enardecen la mente y dota de pensamientos turbios a la juventud católica. Los y las jóvenes de los años setenta, del pasado siglo veinte, fueron vanguardia de muchas cosas, entre otras de las libertades, y rompieron muchos moldes preestablecidos en una sociedad conservadora e inmovilista que se preparaba para salir de la larga dictadura y abordar el mayor periodo democrático habido en la sociedad española.

Eran tiempos de la pana y los remiendos

del café de estraperlo,

de la sopa de tomate y de patata,

del pecado que mata,

del miedo del castigo y del perdón.

Era tiempo de temer a Dios (1).

Aquel mocetón que era Jacobo Simón, se acercaba al cliente con una cultura esmerada y un paño echado al hombro, de los de secar los vasos, mordisqueándolo en los primeros nervios. Su mirada bonachona denotaba que aquel cuerpo almacenaba un gran alma y sólo se oyó salir de su boca una especie de amenaza que nunca ejecutaba: “¡Chacho, si salgo de aquí te suelto una galleta!” O un atrevimiento cuando alguien aparecía mal peinado: ¡Ya te han espelujau paí!. En el momento mas oportuno su mujer, Carmen Rivero, que permanecía oculta entre aceites y sartenes preparando sus famosas empanadillas, se asomaba un poco, entre la barra y la cocina, y saludando, te sonreía: ¿Qué cosas tien esti hombri!. 

Si subes por la calle Alante, veras como llegas a la Plazoleta. Habrás dejado a tu derecha una casa grande, frente a la histórica taberna de Yeyo, que albergó primero el cine Maravillas y, más adelante, el disco-bar Refugio. Pasada la dicha plaza a la izquierda estaba ubicado el Bar de Jacobo, en los bajos de otra gran casa, con vistas al jardín. 

Esta pequeña explanada de cemento, que tuvo el atrevimiento de ocultar un puente medieval, fue testigo de las duras batallas de agua que ocurrían entre los niños y niñas del pueblo. Lo que empezó siendo una pequeña escaramuza de agatochis y botes de conservas, acabó en auténticas guerras campales sobre la base de cubos de plástico arrancados de las oscuras alacenas. Fue esta plaza paso obligado entre el Refugio de Andrés Perales y el bar de Jacobo Simón, lejano ya el NO-DO del cine Maravillas y los bailes en el local de la tía Corona.

Así fueron creciendo aquellos niños y niñas, juventud de los setenta, hasta que un día nadie quiso pagar el justo precio de origen de los productos del campo, ni la leche de las vacas y cabras, ni los quesos de las ovejas, ni la lana de los colchones. La producción de las explotaciones agrícolas y ganaderas ya no daba para alimentar a las familias y la emigración se llevó por delante el equilibrio entre las regiones. 

Los hombres de los pueblos extremeños perdieron sus boinas, las mujeres sus largas sayas negras y los niños y niñas, arrancados de su cepa madre, su nacencia, su origen y su idiosincrasia. El desarraigo humano por la emigración borró de un plumazo todo lo conseguido al cobijo de Jálama:

Un día cambió todo:

nuevos paisajes y los mismos dolores.

Las manos tienen callos, pero no de espigas,

y el corazón sin vino que solo está, qué solo. (2)

El pueblo se fue vaciando, marchando fuera su gente. Ya sólo venían en vacaciones, acomodados en el autobús o en los recurrentes seiscientos. El Bar de Jacobo se convirtió entonces en una referencia mucho más intensa si cabe, en un punto de encuentro. No había un solo cambio de sitio, una quedada que no pasara por este local. Grupos de jóvenes se agrupaban para organizar las fiestas, para crear asociaciones informales que dieron lugar a la mayor concentración de peñas jamás conocidas, algunas marcando historia como Rías, el Puente, la Luna, el Malacatón, La Nieve…, y tantas y tantas cosas que iban y venían del corazón a los asuntos.   

En Jacobo´s Bar se fue concentrando, con los primeros cassettes a pilas, el rock americano, la música ye-yé francesa, el beat británico y la canción protesta hispanoamericana, aupadas todas ellas por unos jóvenes que buscaron permanentemente la ruptura con la generación anterior. En el Bar de Jacobo las jóvenes acebanas vistieron los primeros  vaqueros, dejando en los armarios faldas y vestidos, fumaron cigarrillos de tabaco negro, expulsando el humo a los nuevos aires venideros y emularon las nuevas modas traídas por la juventud emigrante y los primeros turistas llegados del extranjero.

Cuando murió John Lennon la beatlemanía perdió la esperanza de que algún día, los músicos de Liverpool, volvieran a unirse en el famoso cuarteto para continuar con  nuevos éxitos. Cuando el bar de Jacobo se demolió, los Jacobinos supimos que era el aviso del final de la ilusión de recomponer aquel espacio como sede de la memoria histórica de una generación orgullosa. 

Ahora en Acebo, su pueblo y el mío, se me ha muerto como del rayo, Jacobo Simón, con quien tanto quería (3).  

NOTAS

1.- Luis Pastor. “Yo vengo de un tiempo de cerezas”. 

2.- Pablo Guerrrero. “Emigrante”.

3.- Miguel Hernández. “Elegía a Ramón Sijé”. (En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto como del rayo Ramón Sijé, con quien tanto quería).

Imagen.- “Amapolas”. Aitor Cáceres Trueba. Acuarela sobre papel guarro.

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