jueves. 28.03.2024

Felipe VI: Entre las estrellas y la tierra

Qué vida tan distinta la de Don Juan Carlos de la de su hijo, Don Felipe. Aquel, solitario en una España de posguerra,  y el machadiano “Españolito que vienes al mundo / te libre Dios. /Una de las dos Españas ha de helarte el corazón.”. El padre entre los velos del Franquismo en el hogar de Zarzuela, esperando a no se sabe que Godot, en el teatro de los sueños, la formación entre castrense y civil. Don Juan Carlos lejos de “Villa Giralda”,  en la cercana sombra del faro del Pardo, los pasos medidos, la vida vigilada en un ambiente “opresivo” lejos de la cita de Quevedo: ”Oficio es el de rey; y en siendo oficio no dependen sus acciones de su voluntad personal, sino de las reglas que le dieron y aceptó.” Qué duro camino hasta el Trono y gracias a la llegada de Felipe, un bebé de ensueño, en la ya  inexistente clínica madrileña de Loreto, que fue tal el gozo del entonces Príncipe que se  desmayó y, repuesto, saltó de alegría y se puso a abrazar a todo el mundo, en la clínica, claro.  Y el aliento para decir: “España tiene un servidor más”. El futuro, la esencia de la Monarquía estaba asegurada. El nombre de Felipe estaba decidido por la pareja; y , naturalmente, se había pensado en Felipe V de Anjou, primer Borbón español. Hasta la llegada del bebé, veintidós Felipe aparecen en los árboles genealógicos en las diferentes dinastías españolas. Si Felipe no hubiese venido al mundo, su madre habría estado dispuesta a un nuevo embazado. Corría el año de gracia de 1968 y ella confesaría que “sólo un hermano para Felipe”.

Tanto mi generación como otras, hemos crecido y compartido tantos hechos bajo el sol y las sombras de esta España nuestra, con el padre y el hijo que forman, son piel de nuestros pasos. El Príncipe, cuento de hadas,  correría en su cochecito y su padre le seguiría. Aquel Felipe que crecía con sus hermanas, Elena y Cristina, en el paisaje de encinas de Zarzuela; y lo veríamos vestido de soldadito español, con diez años, en el vergel de Covadonga, amenizado el ambiente con el “Asturias, patria querida…”. Covadonga, santuario mariano, tan vinculado a él, cuando la hopalanda de la historia hasta cubría sus cabellos rubios. Que, con su llegada, muchos españoles recordarían la marcha al exilio de esa Reina Victoria Eugenia – “Gangán”, para la familia -, a la que Unamuno le dedicaría versos; y, con la venerable Reina, los abuelos de Felipe, Don Juan y Doña María, pisaban un suelo que no habían olvidado . Aquella llegada despertaría muchos sentimientos y nostalgias. Y el bautizo de Felipe con ese agua nueva y su figura abierta al sol de España, entre Elena y Cristina – esta jugaría, durante el bautizo, con las borlas del fajín de Franco, a punto de reírse.

Aquella niñez de canicas y juegos, su estancia en el colegio de los Rosales – “mi época más feliz” -, cuando en la España oficial se habla del “espíritu de febrero de Carlos Arias, mientras su padre espera – “la paciencia es la clave del éxito”- Y Felipe crece y se pasaría un verano cálido en un campamento cercano a Villanueva de la Vera, y el aliento de las piedras de Yuste, donde tanta historia de España se ha escrito. A veces, Felipe busca el teatro del mundo y encarnará a “Calígula”; y llorará con los suyos la muerte de su abuela Federica, cuando él sueña con otros mundos y, sin embargo, están en este y con su catalejo siente pasión por la Astronomía, y la noche se convierte en un camino entre la fugacidad de las estrellas y, lejos, un nocturno musical que tarareara su madre.

Felipe es un Príncipe que lo aprenderá todo en los libros, y algo más, en la convulsión de una noche de febrero – 23 F -, cuando el miedo nos abrazaría como un tormento, sufriríamos taquicardias, escucharíamos ruidos de tanques hasta que apareció su padre con los galones bien puestos, y recuperamos el sueño, a pesar de la pesadilla, que Felipe se coronaría ese noche, como su padre, la noche más larga, toda esa jornada eterna, eterna junto al Rey “para que veas mi oficio,  le dijo Don Juan Carlos - mi oficio”. Atrás había dejado su estancia en Canadá, y el alma del Ejército formaría parte de él, “un cadete más”, la jura en Zaragoza y una vida plutarquiana a la de su padre. “Sí, juro”, en La Academia de Zaragoza, y aquel Gran Hotel de asueto, donde Don Juanito había soñado tanto; y el paso por las otras Academias, pues como el padre. Tres Borbones, tres hombres de mar: Don Juan, su hijo y su nieto. Y el viaje en Elcano, sobre la bravura de las olas. “Il mare, il mare e no pensare a niente”, - “el mar /el mar / y no pensar en nada” -, Leopardi.

Atrás dejaría ese paseo militar por las tres Academias. Ahora había que “civilizar al Príncipe” y le esperarían las aulas del “Alma mater”, la Universidad Autónoma – muy de izquierdas – y él tendría que formarse como Dios manda, muy similar a la andadura de su padre. Felipe confesará: ”Está claro: lo que yo nunca abriré es un bufete”. Dicen que “Felipe es una sorpresa tanto por su lucidez como su saber estar”.  Largas travesías ha dejado, como un buen pebetero, a lo largo de sus muchas y diversas disciplinas. Sí, tiene calma, la transmite, el “sosegaos, pues” de Felipe II a sus súbditos. Con razón dice su madre: “Lo mejor de mi hijo es que no se cree nadie especial”. El mundo lo vería aquel lejano 25 de julio de 1992 en Montjuic con aquella estampa regia, muy suya, tan desenfadado, tan olímpico  y  con una prestancia regia, ante las lágrimas de su hermana Elena.

A toda esta gran formación, han contribuido muchas personas, además del propio instinto e inteligencia de Felipe VI; y su paso por las instituciones más importantes del mundo. No recuerdo quién lo dice: “Como el master Borbón” no se va a conocer, en toda Europa, un Príncipe mejor formado”. No obstante, siempre tuvo grandes consejeros, independientemente de sus padres. Algunos nombres como los Alcina, Aurelio Menéndez, Cayetano López, Rumeu de Armas, Carmen Iglesias, especialista en Montesquieu, J aime Alfonsín…; y gente de la propia casa como Don José Joaquín Puig de la Bellacasa, que le acompañaría en su vuelta al mundo, buen consejero y persona.

En el corazón del Príncipe, han anidado varias ninfas, muy conocidas del papel couché y hasta televisiva. Desde la Sartorius hasta la Eva Sannun y su mujer Leticia, que ha bebido vientos  extremeños y ha olido el aroma de Baco en la travesía de la Tierra de Barros, donde las viñas le restan aridez a la tierra parda. El Reinado de Don Juan Carlos y Doña Sofía ha entrado en la Historia real y regia. Como diría Andre Malraux: “Ser rey es idiota; lo importante es hacer un reino”. Y, ahora, Don Felipe ya lo tiene. Pemán improvisaría, sobre la marcha, en un paseo no sé si con Don Juan o con Don Juan Carlos: “Espera, siempre espera / ya pasará el invierno. / Los Reyes y las flores tienen algo de eterno como la primavera.”

Artículo publicado por Digital Extremadura (19/06/2014) y cedido para este diario por su autor.

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