sábado. 20.04.2024

LAS LETRAS DEL VIENTO. Elogio y nostalgia de la "Peña del vago"

El escritor Juan Antonio Pérez Mateos en la Peña del vago
El escritor Juan Antonio Pérez Mateos en la Peña del vago

Cuasi seguramente, aquel día de mayo de posguerra, cuando lentamente me deslizaba a ver la luz del mundo, en el suspiro amoroso y, sin embargo, doloroso de mi madre, ese día grande – un ser más en el censo del mundo -, los hombres de la aldea aludirían a un hecho hermoso, flor carnal en los prados primaverales de margaritas y amapolas. Sin decir nada, unas lágrimas lógicamente, ese niño – tú, pequeñín - entrarías en el censo del pueblo. No creo, por supuesto, que el padre de Facio anunciara por las esquinas la nueva buena con su trompetita, ni el sacristán tocara las campanas. Este misterioso “vencejo” del amanecer abriría la comidilla oral de ese día, el campo el sol de la belleza primaveral, quizás fuera más radiante y esperaría a la húmeda caída del agua de la pila bautismal y derramarías unas lágrimas al sentir la frescura del “Jordán” con la concha de agua que el presbítero don Juan Retortillo dejaría caer sobre tu cabecita de seda, el padrino, Rufino Saúl, lírico mayor de sonetos, alumbraría, con una vela, el oscuro y lúgubre espacio, y la madrina Anita Mangas iría tocada con mantilla blanca.

Ese día mayor de primavera, dejarían mis padres sobre el misterio de la creación, un ser más en el censo diezmado de la posguerra incivil española, tras “unas perras gordas” que se disputaban los muchachos bajo un balcón de la Calle Mayor. No sería, sin embargo, un día cualquiera: el nacer y el morir sellan, a su manera, a vivos y muertos, reflejados en las partidas de vivos y difuntos. Seguramente que, en “La peña del vago”, correría mi nombre como una golondrina dispuesta a anunciar un vecino más en el Registro Civil. En cierta medida, La Peña sostenía parte de la Casa Consistorial.

Con el tiempo, he dejado testimonio sobre esa roca, muda y gran peña, bien tallada, donde mis paisanos la convertirían en ágora, en diario oral, en chismes y diretes, en papel de palabras que se llevaría el viento y convocaba a los hombres. Qué “monumento” tan original, lejos de la Gandula republicana o por qué no el derecho a la pereza, ¿verdad, Pinter?. Al fin y al cabo, la vagancia se haría posible cuando se comenzó a planear el futuro. Creo que lo escribiría el psicólogo Glantz.

Sobre esa peña, bien tallada pensando en satisfacer aposentos, las charlas tenían cierta chispa. Qué convocatoria de “oradores”, por qué no recogería yo esas palabras que el tiempo ha borrado –oh, “Caminito” -, qué pena no haber hecho de ellas un diario. Quizás los viejos griegos nos habrían bendecido con el incienso de sus fuegos. Ignoro quien la denominaría despectivamente – “peña del vago” - como para inscribirla en la “ley de vagos y maleantes”. Lejos, esa evocación, de “la primera y más poderosa pasión del hombre (que) es la de no hacer nada”, según Rouseau. Naturalmente, sentarse sobre la piedra, conversar, ver cómo pasa la gente, que es contemplar, en cierto sentido, cómo pasa la vida, el adiós y con dios, el aire que venía por esa callejita del Egido y el lejano olor de aceitunas del señor Cruz, cuando, en los Madriles, los castizos disimulaban el hambre con los pendientes de los olivos .

No olvidaré nunca esas palabras vulnerando, incluso, el descanso de la siesta bajo una parrilla de sol ardiente. Recuerdo a Florencio – con todo cariño y admiración, “Cachibola” – y disputas orales que me traerían imágenes del oráculo de Delfos. Algo tendría la Peña cuando nos convocaba a viejos, mozos y chavales. Quizás, nunca tomara asiento una mujer o, al menos, lo cito consecuentemente; y la recuerdo – a la Peña - difuminada en la lejanía y la belleza, no recuerdo el porqué de los membrillos, en septiembre, cuando el óleo del sol dejaría sobre el lienzo de la piedra un tono sombrío. Sin embargo, me queda esa olor cuando descubriría los versos de Rambridanat Tagore y la vida (que) salía al encuentro, como titularía su libro, mi amigo José Luis Martín Vigil, ex sacerdote jesuita, en los muros del salmantino templo de La Clerecía, frente a La Casa de las Conchas, donde mis anhelos serían arrebatados por sol de las piedras de Villamayor, doradas como arenas de un mar acuífero, tiempos de clericalismo; y la Cuesta de la Compañía como una muy larga y ancha sotana, pasos y pasos, hábitos de la calle – para mí – más hermosa; tiempos del nacional catolicismo. Cuesta que conocía muy bien los pasos diarios de Unamuno, camino de la Universidad y la directora de la Normal de maestras.

Sentado, de nuevo, sobre la peña, la actitud reacia a sentarse sobre esos bien labrados canchos, mi padre, el doctor, José Pérez Muñoz. Nunca supe a qué obedecía su cuidada ausencia, incluso al tono despreciativo. Quizás aún, lejanísimamente, perciba el olor a ultramarino del comercio de tía Eufrasia, o me llegue el eco de los buenos cantantes de flamenco en casa Pedro, “vinos y licores”. Con don Luciano Alonso – cuantos recuerdos con Vicenta y Eduardo -, hablaríamos de mi recordado Aranguren – quién me diría que, muchos años después, seríamos amigos -. Cuánto recuerdo almacenado, ahora que el tiempo amarillo, como trigales de estío, yace en mis neuronas y duerme, veladamente, en mi vida – que - es sueño, cuando en el ocaso despedía a la moneda del sol, camino de la hucha de la noche, lentamente, acariciando la sierra de Dios Padre. Detrás, los abuelos, Melecio y Vicenta; y la tía Juanita. Entonces sentía cómo en mis lejanas sábanas de años, descansaba el recuerdo y la luna quizás me dijera “que la nostalgia es un error.” Sea o no, dejo la dureza del canchal y le robaré a calles y plazuelas el sonido tenue de mis pies de barro, del niño que fui y sigo siendo.

A Antonia Puertas Moreno, regidora

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