viernes. 19.04.2024

Los fuegos de San Periquín

San Periquín, cuando la gente adivina el tiempo de todo el año venidero. San Periquín, el día en que los novios, antiguamente, iban ante la ermita del santo a encender dos velas en la piedra de la puerta y allí se prometían amor y fidelidad de por vida. ¡Qué pocos mozos y mozas seguían todavía la tradición, como si lo de ser fiel ya no fuese de recibo!

El primer fuego se produjo con los calores del verano. En una esquina de la huerta del Ezequiel, el del pan, ardieron unas zarzas y malezas que pronto trasladaron las llamas a unas rastrojeras cercanas, y el campo ardió en un santiamén en dirección al río. Poco pudimos hacer los del pueblo: tanto tiempo hacía que no había fuego en el término, que estábamos como faltos de práctica en aquellos menesteres, y cuando nos quisimos organizar para apagar aquel infierno, el fuego se había consumido por sí mismo, ayudado por la humedad de la vega y los anchos muros de piedra de los colmenares que lo detuvieron.

Mucho se comentó el suceso y nadie sabía cómo se habría iniciado el incendio; más de uno echaba las culpas al propio Ezequiel, con su manía de fumar y fumar, no fuera que alguna colilla mal apagada ... pero éste juraba que aquel día no había trabajado en la huerta, porque tuvo que bajar a la capital para llevar al muchacho al especialista por si tenía remedio lo de sus pies vueltos. Otros, más enterados, hablaban de botellas rotas que actúan bajo el sol como lupas. En fin, pasó el tiempo, vino el otoño y la gente se olvidó de aquel fuego.

Pero al verano siguiente, justo hacia la mitad, cuando el calor arrecia de veras, hubo otro fuego. Por lo que luego se supo, aquel había sido obra de alguien con intención de hacer daño, pues los fuegos (en realidad fueron dos), se habían iniciado uno en la tinada de la leña, que ardió rápidamente, y el otro junto al camino que sube al Pinar Chico. Los gritos de ¡Fuego, fuego! esta vez sí nos congregaron a todos y gracias al alcalde, que aquel día estuvo muy propio y nos organizó de maravilla, pudimos acabar con el fuego antes de que alcanzase los primeros árboles del pinar. La Guardia Civil y los técnicos lo dejaron bastante claro después de investigar por allí: alguien, con bidones de gasóleo, había iniciado ambos focos del incendio.

¿Quién podría hacer una cosa semejante? Sin venir a cuento, cuando nos parábamos a comentar el asunto, nos dábamos explicaciones unos a otros para asegurar que por allí no habíamos andado aquel día, como si necesitásemos evidenciar nuestra inocencia entre los vecinos. Todos sospechosos, todos un poco culpables y avergonzados por aquella canallada anónima que, además, a nadie beneficiaba.

Finalmente convinimos en que el fuego lo habría provocado algún desalmado de cualquier pueblo vecino, pues nadie del nuestro podía haber hecho nada semejante. Hasta el cura tuvo que intervenir en el sermón de la misa del domingo para calmar los ánimos y poner algo de cordura entre nosotros. Y así, entre suspicacias y cotilleos, pasó también aquel verano, llegó el otoño y de nuevo olvidamos el fuego de ese año.

El tercer fuego fue más grande. El verano siguiente no había venido muy caluroso y muchas tardes se levantaba un aire furioso que subía desde el valle hasta la sierra y hacía que las noches, luego, fueran más frescas que de costumbre. Una de aquellas tardes se vio de repente una humareda negra y espesa por entre los pinos del Pinar Chico. Enseguida las llamas asomaron desde la negrura, chascando entre las ramas y, azuzadas por el viento, saltando de pino en pino en un juego extraordinario de fuerza y resplandores que iluminaban el incipiente anochecer. No hubo necesidad de que nadie nos convocara: la avalancha de vecinos confluyó rápidamente junto al fuego y comprendimos que allí poco se podía hacer ya con nuestros medios, si no era intentar salvar la Pineda Grande abriendo una zanja que detuviese al fuego antes de que también la alcanzase a ella. La Pineda era nuestro orgullo, pues aquellos pinos no eran de repoblación, sino autóctonos, de la tierra, plantados muchos de ellos por nuestros bisabuelos y alguno de aquellos árboles, decían, tenía más de cien años. Solo con la ayuda de los técnicos, sus máquinas y otros medios pudimos salvarla después de una noche de duro trabajo. Por desgracia, concluyó el informe, también aquel fuego había sido cosa de alguien.

Fue Don Hilario, el maestro, quien cayó en la cuenta, que para eso era el más leído del pueblo. En la terraza del bar de la Plaza, en la tertulia de por la noche, lo espetó: los fuegos, todos, habían sido en el día de San Periquín, y ya era casualidad.

San Periquín, cuando la gente adivina el tiempo de todo el año venidero. San Periquín, el día en que los novios, antiguamente, iban ante la ermita del santo a encender dos velas en la piedra de la puerta y allí se prometían amor y fidelidad de por vida. ¡Qué pocos mozos y mozas seguían todavía la tradición, como si lo de ser fiel ya no fuese de recibo!

¡El día de San Periquín! repetía todo el pueblo al día siguiente, y a partir de ahí las cábalas y los comentarios se disparataban según la imaginación de cada uno. ¿Quién quemaba nuestros montes, nuestros árboles, nuestro paisaje? Había que descubrir al culpable y darle el castigo que se merecía.

No hubo necesidad: pocos días después amaneció ahorcado de la viga de una cuadra el otro hijo del Ezequiel, el mayor. Había dejado una carta donde se confesaba el autor de los fuegos pidiendo perdón por ello. Pero había más en la carta: decía que no podía soportar lo que le hizo la Aurori, su novia, la que se fugó del pueblo enamorada de un músico del conjunto que vino para animar la verbena de la Fiesta Mayor. La misma Aurori que con él, un día lejano de San Periquín, había encendido las dos velas ante la puerta de la ermita, aunque de poco sirviera aquella promesa. Los fuegos de San Periquín eran una protesta, pero también un recordatorio, una triste reivindicación de un amor traicionado, una desesperada forma de hacer daño porque antes se había recibido. Aquellos incendios eran una venganza inútil de un hombre despechado.

El verano siguiente, cuando julio acababa, más de uno comentaba que aquel verano no habría fuego, pues quien los causaba, a quien Dios tuviera en su gloria, ya no estaba allí para provocarlos. Sin embargo, el día uno de agosto se formó una tormenta repentina y seca y aunque casi no llovió, cayeron tantos rayos que uno de ellos prendió en la Pineda Grande y esta vez, por mucho que se hizo, no se pudo salvar. Ardió por completo.

Los técnicos, en su informe a las autoridades, escribieron que el fuego había tenido una causa natural y catastrófica, pero los del pueblo sabíamos de sobra quién había encendido aquel fuego.

Los fuegos de San Periquín