viernes. 19.04.2024

El poeta y el príncipe

Tuve la suerte de conocer personalmente al poeta, de sentarme junto a su impresionante figura, ante a su voz grave y segura, frente a su poesía de la vida.

Realmente la suerte me llevó a entablar amistad con su hija Margarita Hierro y su yerno Manolo Romero. Luego conocí a Paula y Tacha Romero, dos de sus nietas, a su mujer, Angelines Torres, y a sus otros hijos. Todo comenzó una tarde cualquiera, cuando visité su otra casa de Las Laderas. Era uno de los dos embajadores encargado de ofrecer un cobijo a la vida y obra del poeta, lo que luego sería el Centro de Poesía José Hierro. Sufrí, la muerte del poeta. Como el que más, el dolor y el llanto, la tristeza e incomprensión ante la inesperada muerte de Margarita Hierro, aquella mujer buena que miraba con ojos de paciencia.

Ahora Tacha Romero rige aquel poético edificio de la calle José Hierro, donde se juntan los poetas, “los que en la escala de valores utilitarios constituyen el más bajo escalón”, diría Pepe Hierro.

Pero no he venido yo, hoy, ha hablaros de mi vida, sobrecogida entre los empujones de la historia, sino del discurso que el poeta José Hierro pronunció, convertido en portavoz de los desfavorecidos, tras recibir la merecida distinción como premio Príncipe de Asturias de las Letras.

Yo, José Hierro, un hombre

como hay muchos, tendido

esta tarde en mi cama,

volví a soñar.

(Los niños,

en la calle, corrían.)

Mi madre me dio el hilo

y la aguja, diciéndome:

«Enhébramela, hijo;

veo poco».

(…). (1)

Fue un 3 de octubre de 1981. Balanceando los pies, que apenas alcanzaban el suelo de la noble estancia, el pequeño príncipe de tan sólo 13 años, escuchaba con la atención que su esmerada educación le permitía, las palabras del poeta madrileño de 59 años. El poeta, atento a su letra, el Príncipe con su imaginación suelta. Pocos meses antes sucedió la tarascada, la insolencia, la dentellada:

-- Quieto todo el mundo –gritó una pistola ahogada en mano diestra, mientras el hombre levantaba ostentosamente la siniestra-. Al suelo, al suelo todo el mundo.

-- No sigas con la cámara que te mato, desenchufa eso. (2)

Hoy sé que aquellos tiempos están vivos,

que cada asignatura es centinela

que vigila un recuerdo y lo revela

con gesto y con presencia redivivos. (3)

Ráfagas de metralla dejaron roto el techo, cientos de diputados rodaron por el suelo, fuera de la bancada Suárez y Gutiérrez Mellado. De 1981, el 23 de febrero.

-- El aire, apartándonos ya del resbaladizo terreno de la metáfora y las alegorías, se llama libertad, la libertad preciosa de nuestro clásico: el aire que tenemos que respirar cuantos creamos. Y en este acto es un signo de que el aire ha empezado hace poco tiempo a llegar a nuestros pulmones. (4)

El mismo aire que pareció verse negado en los últimos días del poeta. Siempre altivo, arrogante. Pero ese aire físico no le importaba, ahora quedaba la libertad para seguir creando. En sus ojos su finca Nayagua, la libertad recogida en la palabra mítica, reducto vital donde cobra vida el significado literario Ahora es el agua lo que entonces fue el aire, elementos vitales que conviene buscar arañando la tierra, cerrado el puño alzado al cielo.

Allí, en Nayagua, andaban las vides y los matorrales por los cerros de Titulcia. No es el mismo aire rancio de Madrid, es un aire aromático de espliegos y tomillos donde se mece alegre el canto de la oropéndola y el jilguero. En Nayagua tiene su parte el Príncipe de Asturias, escondido en la memoria. Allí como en Silos, también crecen los cipreses al nacimiento de las niñas, que diría el grabador griego.

-- Este aire de libertad que respiramos, el que nos permitirá continuar adelante en la tarea de lograr esa España que anhelamos, tiene una fecha: 24 de febrero. Es decir: Vuestra Alteza no tiene que prestar atención a mis palabras, sino que le basta con mirar alrededor. Señor: si el presente no empezase el 24 de febrero, sino que se llamase tarde del 23 de febrero, no estaríamos aquí (4).

También es a la memoria este 24 de febrero, vencedor del anterior tiránico día, que el calendario de la libertad colgó de las paredes de las bibliotecas para ponerlo al servicio del templo de las políticas. Edificio del que se apoderaron los mercaderes. No hay dioses capaces de echarlos de él. No hay filósofos que escriban, sobre códigos sagrados, las catorces verdades de la dignidad humana. Poetas que lancen al aire y al agua, simplemente, alegría.    

-- Las dictaduras ponen la cultura -una sola, la suya- al servicio de su política. Las democracias se ponen al servicio de la cultura, la aceptan como es. En el fondo es una tarea inteligentemente política (4).

Me da pena pensar que algún día querré ver de nuevo este espacio,

tornar a este instante.

Me da pena soñarme rompiendo mis alas

contra muros que se alzan e impiden que pueda volver a encontrarme (5).

-- Por eso decía, Alteza, que no son mis palabras sino los ejemplos lo que importan. Tal vez un día comprenderéis la importancia que para España ha tenido esta actitud de Vuestro Augusto padre que no ha permitido avanzar un paso más hacia la tiranía. Ha ido hacia la tolerancia, ha ido hacia la democracia, que consiste en que don Santiago Carrillo pueda decir lo que antes no podía, y don Blas Piñar pueda seguir diciendo lo mismo que decía (4).

Estas ramas en flor que palpitan y rompen alegres

la apariencia tranquila del aire,

esas olas que mojan mis pies de crujiente hermosura,

el muchacho que guarda en su frente la luz de la tarde,

ese blanco pañuelo caído tal vez de unas manos,

cuando ya no esperaban que un beso de amor las rozase...

Me da pena mirar estas cosas, querer estas cosas,

guardar estas cosas. Me da pena soñarme volviendo a buscarlas, volviendo a buscarme,

poblando otra tarde como esta de ramas que guarde en mi alma,

aprendiendo en mí mismo que un sueño no puede volver otra vez a soñarse (5).

Recuerdo la inmensidad de aquel cuerpo. El dolor de la familia, la tristeza de los amigos, el sentir de conocidos. Recuerdo aquella mirada que sin mirar, mira. El cemento gris del camino real, tantas veces recorrido. Aquellas manos apretando sobre el pecho los poemas escogidos. Aquella voz que todo lo llenaba. Las puntuales visitas al instituto de su nombre, caminando entre todos los presentes por los pasillos de la poesía, los cálidos aplausos, su saludo ronco y fuerte, acompañado de un cierto eco. El sonido de su voz que inundaba el acústico auditorio del Conservatorio de Música. Fue entonces cuando comprendí que el poeta no había muerto, que no iba a morir nunca. Que nunca sería nada, a pesar de que un día lo fue todo.

Después de todo, todo ha sido nada,

a pesar de que un día lo fue todo.

Después de nada, o después de todo

supe que todo no era más que nada.

Grito «¡Todo!», y el eco dice «¡Nada!».

Grito «¡Nada!», y el eco dice «¡Todo!».

Ahora sé que la nada lo era todo,

y todo era ceniza de la nada.

No queda nada de lo que fue nada.

(Era ilusión lo que creía todo

y que, en definitiva, era la nada.)

Qué más da que la nada fuera nada

si más nada será, después de todo,

después de tanto todo para nada (6).

NOTAS

1.- De “Una tarde cualquiera”. José Hierro.

2.- De las crónicas de aquellos nefastos tiempos.

3.- De “Prehistoria Literaria” (1939). José Hierro.

4.- Del discurso del poeta José Hierro en la entrega de los premios Príncipe de Asturias. 1981.

5.- De “Alegría”. (1947). José Hierro.

6.- De “Vida”. Cuaderno de Nueva York (1998). José Hierro.

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El poeta y el príncipe