miércoles. 24.04.2024

LAS LETRAS DEL VIENTO. La aceituna, ese noble fruto

Aceitunas extremeñas
Aceitunas extremeñas

Qué bella estampa, ahora que con la melancolía otoñal, empezáis, algunos árboles a desnudaros de vuestro ropaje, esas hojas – “hojas del viento caídas / juguetes del viento son” -, cuando el otoño nos silba una canción de melancolía, mientras vuestras manos – hombres y mujeres –  cogen la aceituna, ese noble fruto. Os recuerdo, hombres y mujeres de Sierra de Gata, como un ejército de vareadores, como quien viene de una contienda primitiva. Paseáis por los caminos de mis recuerdos, con esa estampa alegre, a la altura de mi viejo y, sin embargo, remozado molino Cimero de Villanueva de la Sierra, camináis a vuestros lares, con un recital de canciones, los hombres como caballeros de La Mesta y vosotras con vuestra juvenil belleza, poco antes de que el sol se acostara, allá por los pagos portugueses, con algo de nostalgia como quien oye un fado.

Aún se descuelgan de mi vieja troje – el misterio de la memoria -, estampas del olivar de la Umbría o La Cruz de Juan Señor – qué bonito, ¿verdad? – y, como si fuera ayer, habréis heredado de vuestros padres, la recogida de esas aceitunas verdes, entre los olivos grisáceos, el surco… Sí es duro, sí, el trabajo de la recolección de la aceituna, y vuestras manos en ese rito hasta comerlas, sajadas y dulces, nuestra merienda – o merendilla de posguerra -. En fin: esa nostalgia de copla manriqueña que nos sabía, sin embargo, a gloria, cuando las calles de Villanueva de la Sierra, mal iluminadas por una tibia luz de bombilla, misterio que nos llegaba desde el salto de La Cervigona.

Tras el nombre de la aceituna, se esconde una historia gloriosa y pasional. Un bellísimo libro ha escrito Mort Rosenblum desde que comprara una parcela abandonada de olivos, de la época del Rey Sol, en la Provenza. Porque la aceituna no se reduce a lo que hemos vivido en nuestros lares; no. Tras la aceituna, se escribe una historia de una buena parte del Mundo, que se remonta a la época romana de Plinio. Podríamos recorrer el itinerario del olivo y, estremecernos, ante su ancha y vieja historia, desde Andalucía y Extremadura hasta Tierra Santa; desde Marruecos hasta la vieja Grecia, la Toscana italiana, olivares olvidados en el desierto mejicano...

Toda una épica brota tras la sombra del olivo; épica y estética, providencial: El Monte de los Olivos…, hasta la guerra ha dejado su triste sello oleícola en los campos de Bosnia o los arrancados y destruidos en Israel. Allí donde brota un olivo, hay un hecho conflictivo – qué lástima – a pesar de la rama de la paz. La Mafia italiana y el comercio del aceite o cuando los humildes olivareros tunecinos lo envasaban – el aceite – en las botellas de Pepsi Cola… Tras un rico producto, como es el de la aceituna,  surge la picaresca de la condición humana.

Y nosotros, en tiempos de posguerra, ya sabéis las argucias a las que recurrimos. Aún recuerdo, yo niño, el estraperlo, desde estos pagos nuestros de Villanueva de la Sierra y Palomero, hasta Castilla – “de Castilla el trigo, pero no el amigo”- y ellos: “Y, de Extremadura el aceite, pero no la gente.”

Mi infancia son recuerdos de un molino y el ajetreo de los lagareros, la rueda girando y los morejones moliendo. Bajo la luz tenue de la bombilla Osram 5, los pasos perdidos por las calles de Villanueva de la Sierra o de Palomero. Y aquellos: “Arrieros somos y, en el camino, nos encontraremos”, bajo una luna lorquiana, camino de Lagunilla, pagos salmantinos.

“¿Qué es un olivo? – se pregunta Rafael Alberti – “Un olivo / es un viejo, viejo, viejo / y es un niño / con una rama en la frente / y colgado en la cintura / un saquito todo lleno / de aceitunas.” 

Juan Antonio Pérez Mateos, escritor y periodista.

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