jueves. 28.03.2024

LAS LETRAS DEL VIENTO. Álamo de Torre: "Llorad por mi"

Antiguo álamo en la plaza de Torre de Don Miguel
Antiguo álamo en la plaza de Torre de Don Miguel

A Telesforo Torres y Amelia, in memorian.

Cuánto siento haberos dejado, paisanos míos. Yo que os di tanto, en esta hermosa plaza, que hasta mis hojas os conocían uno a uno, sabían vuestra vida, escuchaban las palabras de las tertulias, cuando el sol os dejaba unos rayos, bien con la llegada de la primavera o en verano y buscabais el amor de mi sombra, la ternura de mis hojas, la gracia de mis tallos, la grandeza de mi tronco, que había muchachos que intentaban abrazarme inútilmente y yo lo agradecía, no obstante, el calor que vagaba por la savia de mis venas. Yo, por si no lo sabéis, os recuerdo que en León nos llaman “negrillo” o “álamo negro” y, por tanto, no me extraña que, alguno, me conocieseis por ese nombre.

Me plantaron hace siglos y me contaron que, en las plazas de muchos pueblos, se alzaban otros hermanos, tras la paz de Trujillo. A ese acuerdo llegarían Isabel la Católica y doña Juana la Beltraneja. Yo, gran álamo o chopo, como queráis llamarme, he sido una especie de gran padre, arbóreo no carnal, qué más da, pero, eso sí, sería fiel a vuestros afectos y al cariño que desprendían vuestras manos o la mirada fiel. A otros hermanos míos, los plantarían en León, en Boñar, por ejemplo, había uno “negrillón, centenario y, el pobre moriría, pues como yo: por la grafiosis. Más tarde se plantarían otros dos: el de “abajo” y el de “arriba”. Este era el más joven de los tres; es decir: yo. El de “abajo”, qué triste, despareció porque no podían pasar autobuses y camiones. No sabéis que pena tuve, porque, además, al otro, el de “arriba” se les fue la mano a los hombres al podarlo excesivamente.

Yo he sido testigo de todos los acontecimientos de esta villa: veía a las mujeres con su cántaro de barro ir a la fuente, los bautizos, las bodas, los entierros, la llegada de forasteros hasta diligencias y autobuses, Felipe Rodríguez, dueño y conductor, natural de Villanueva de la Sierra, y Santiago, el cobrador. Aquí hasta se reunía el Concejo y, a mi sombra, se bailaba al son del tamboril, y, en mi refugio, los toros y vacas, en fin, la vida.

Cómo me amabais todos, que hasta el cura y poeta don Francisco Domínguez Silva me dedicó un largo poema, “imponenti y juerti”:”¡Arbol venerable, / que llevas prendida la esencia de un pueblo! (…) el álamo, anclado en la plaza de la Torre, / tan voluminoso y corpulento, / aun con sus vejeces y sus estropeos / ¡cuánta alma conlleva!”. Cuando lo recuerdo, lloran mis hojas y mis ramas. Yo he hecho lo posible porque estuvierais bien, vecinos, os sintieseis, cómodamente, en esta plaza, donde se ha escrito, la historia de la Torre. Y, bajo mi sombra, escuchaba vuestras palabras, por más que, en ocasiones, los pájaros se alteraran y sus silbos no me dejaran oír vuestras cuitas,  gozos y sombras de la vida, lo que pasó con fulano o aquella tarde en que el toro daría un buen susto a citano, pero, por allí estarían los galenos, don Silverio Arias - Camisón o don Rufino para haceros un quite, cuando yo presenciaba cómo llegaba la penicilina, en esa época del estraperlo, años de posguerra, “los del hambre”, el café también, y los portugueses soslayando la vigilancia de los jinetes rabiosamente verdes – la Guardia Civil -.

Cómo os amparaba con ese techo de mis hojas y el olor a  esencia de flores y árboles frutales, y los pellejos de acá para allá, cuando España bostezaba y caían los muertos en las trincheras, que oía, en la noche, largos sollozos de padres, hermanos y viudas.

Y yo aquí solo, como un gran patriarca del reino vegetal, que se me caían las hojas como penas y vosotros, aunque estoy seguro que me queríais, quizás no os dierais cuenta de mi dolor; que soplaba el viento y desnudaba mis ramas; y  percibíais cuanto sufría, porque, aunque lo hayáis dudado, yo también tenía mi corazoncito, distinto al vuestro, pero corazoncito.

Claro que sufría por vosotros, pues era un árbol patriarcal, el álamo grande que os cobijaba, os regalaba la sombra, os cubría de la lluvia, os ofrecía descanso, hacía sonar mi lira con el viento, vamos, que era vuestro centinela y sabía bien a qué tocaban las campanas, campanario altivo y pétreo de la iglesia de Torre de Don Miguel, donde un pueblo escribe sus gozos y sus sombras, doblar por alguien que nos dejó, habéis escrito tantas y tantas horas tan cerquita de mi altivez, que hasta mi tronco y mis ramas sentían en la savia lo que es la tristeza.

Si yo os contara cómo he visto pasar la vida, si los pájaros hablaran en sus locos momentos de gorjeo, si supierais cómo mis hojas se desprendían cuando tocaban a muerto y cómo se agitaban, sin embargo, cuando celebrabais una boda, por ejemplo, o un bautizo, cómo se alborotaban mis ramas y mis hojas.

Nadie como yo ha conocido las noches y los días de Torre de Don Miguel, cuando me plantaron, ni recuerdo la hora ni el día, siempre pendiente de cobijaros, amenizaros con el viento, daros sombras en los estuosos días del estío. Y cuanta historia he visto como un rey vegetal, solemne y singular, desde este trono sencillo de la plaza. ¿Y palabras?. ¿Y días de lluvia? ¿Y tormentas?. Qué, eso sí, estaríais preocupados por si un rayo hubiese herido mis brazos o mí tronco.

Cuánto podría decir de vosotros, paisanos míos, a los que tanta sombra os di y a tantos cuerpos cobijé, faro vegetal me sentí y, sin embargo, la vida me venció. ¿Quién iba a pensar que un álamo como yo no iba a resistir al tiempo? Pues ya veis: cómo me iría despidiendo de vosotros, con la historia callada y escrita en mis hojas, la rara enfermedad, papiros fugaces de mi paso por esta tierra, por este pueblo, por esta plaza.

Yo soy el primero en haberos dejado sin la bonanza de la sombra en los estíos ardorosos y lo siento, porque gozaba con vuestra compañía. Os veía, os miraba con el cariño de siempre y siento, vaya que si siento, haberos dicho adiós, sin que las campanas no hayan tocado a muerto. Ahora ya soy, únicamente, recuerdo sepia en vuestras retinas.

    

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