miércoles. 24.04.2024

El estornudo de la Castellana de Madrid

No era su mejor día. Sabía de la cita social que le convocaba y, a pesar de todo, se levantó tarde, cansado del trajín de la semana. Por eso, cuando llegó al tren de cercanías, la estación rezumaba el sosiego de cualquier sábado a las once de la mañana y él, todavía perezoso, dejó escapar el primer convoy, mientras introducía dos monedas, de dos €uros cada una, por la ranura de la máquina.

No era su mejor día. Sabía de la cita social que le convocaba y, a pesar de todo, se levantó tarde, cansado del trajín de la semana. Por eso, cuando llegó al tren de cercanías, la estación rezumaba el sosiego de cualquier sábado a las once de la mañana y él, todavía perezoso, dejó escapar el primer convoy, mientras introducía dos monedas, de dos €uros cada una, por la ranura de la máquina.

Getafe Centro-Nuevos Ministerios. Ida y vuelta: 3,50 €uros. Primer motivo de su desafección. Próximo tren con destino a Alcobendas, cuatro minutos.

Cuatro minutos no son muchos acostumbrado nuestro cuerpo a la espera y nuestras mentes a volar sobre ocurrencias y acontecidos. Las prisas no le permitieron la acostumbrada parada a olor de papel recién impreso y El País se quedó tumbado sobre el estante del habitáculo del primer piso.

Instintivamente buscó algún rotativo gratuito, pero habían desaparecido con la rapidez que desaparecen las cosas gratuitas. Una máquina expendedora de libros de bolsillo le tentó en suerte, la brevedad del viaje no daba para tanto y acabaría perdiéndolo en el trajín de la concentración, pensó.

Avanzó cansino hacia la cabecera de la estación con la única intención de aligerar el tiempo con leves paseos y, distraído, topó con un grupo vestido con un riguroso luto negro que comentaban sin recato el motivo de su viaje.

-- A mi no me quita la paga ni Dios –decía uno.

-- Estos que se han creído –aseveraba otro.

-- Les das la mano y te toman el píe –refraneaba un tercero.

-- Lo peor de todo –espetó el primero- es que te ofrecen una cosa y hacen la contraria.

-- Son todos iguales.

-- La próxima les va a votar su puta madre.

No contestó, cualquier tipo de argumentación habría servido para rebatir la conclusión final pero el chirrido de ruedas en la frenada le impidió la posibilidad de réplica. El tren ofreció algunos asientos vacíos y tuvo la sensación de la buena suerte, premio generoso por llegar tarde, y en su cabeza giraron, como en veleta loca, las frases hechas de “al que madruga Dios le ayuda”, “más madrugó…”. Una breve sonrisa fue la respuesta de su sereno rostro.

“Próxima estación Nuevos Ministerios”, anunció una grabadora con voz femenina de locutora de televisión o de surtidor de gasolinera. Se apeó, salió a la calle y tomó resuelto la dirección que le llevaría a la Plaza de Colón, punto de encuentro, acompañado de grupos de gente cuyos cuerpos lucían camisetas de diferentes colores, entre los que seguía predominando el negro.

-- ¿Tu qué eres…, maestro? –preguntó uno de negro a otro de verde.

-- No sé. Ahora tengo treinta y seis y me quieren poner en clase un frigorífico para las comidas. Maestro, tendero, cocinero… –contestó el de verde.

-- Pues no seas tonto y a enfriar cervezas –le aconsejo el de negro.

-- Se dice fácil –terminó resignado el de verde.

Se le hizo largo el trayecto. A mediada que él avanzaba, crecía el griterío y comenzaban a aparecer los malditos silbatos cuyos pitidos se metían hasta las entrañas. Al pronto un enjambre de bomberos quemados, portando un ataúd con una figura inerte en su interior, se abría paso precedido de un artilugio con sirena y el explotar de petardos. Sin pensarlo dos veces se coló entre ellos y estos, como a uno más, le llevaron al píe del escenario desde el que lanzaban las proclamas los sindicalistas responsables de las organizaciones convocantes a la protesta: “Quieren arruinar el país –decían-. Hay que impedirlo y exigimos la convocatoria inmediata de un referéndum, porque las medidas que se están aprobando no son las anunciadas para ganar las elecciones y, en muchos casos, son las contrarias a las prometidas”.

Una concentración multitudinaria de descontentos, con camisetas de todos los colores, asemejando pintorescos arcoiris en movimiento, abarrotaba la Plaza, al tiempo que un sol de justicia desplazaba a los asistentes al abrigo de las sombras que ofrecían arboledas y edificios de las calles adyacentes de Recoletos, Castellana y Goya.

Alzó la cabeza y colocó la mano a la altura de la frente, a modo de visera, para curiosear el helicóptero de siempre que sobrevolaba el enorme gentío, y observó con sorpresa como Cristóbal Colón, el mismo que antes mostrara el camino hacia el Nuevo Mundo, ahora se tornaba extrañado, extendido con levedad el brazo zurdo, como pidiendo explicaciones a los nativos, responsables de todas las tribus, que ocupaban la explanada luciendo pendones y estandartes de los distintos territorios y hablaban diferentes lenguas y dialectos

Ya de retirada se dejó arrastrar por una de las mareas que le llevaría a las inmediaciones de la estación de Atocha, arropado por una gran manifestación de hombres y mujeres, con camisetas verdes, blancas y negras, que disparaban sin parar los flaxes a la Cibeles y Neptuno y, despistados, buscaban los autobuses que le llevarían de vuelta a la cruda realidad de la vida.

Por el suelo banderas, gorros, chapas, pancartas y globos esperaban sin prisas el restregar de las máquinas barredoras y a él le pareció, sólo le pareció, que el viento traía sonido de guitarras y que una voz grave cantaba letras de esperanza: “Tú y yo muchacha estamos hechos de nubes pero ¿quién nos ata?. Dame la mano y vamos a sentarnos bajo cualquier estatua. Que es tiempo de vivir y de soñar y de creer…”.

El estornudo de la Castellana de Madrid