jueves. 28.03.2024

El recuerdo de hubo una vez (II)

Era Pedro un niño de cara sucia, espabilado de carácter y de piernas rápidas. A pesar de sus doce años, en el pueblo era conocido por el diminutivo Pedrito, al que acompañaba el mote “mayor en días”.

Era Pedro un niño de cara sucia, espabilado de carácter y de piernas rápidas. A pesar de sus doce años, en el pueblo era conocido por el diminutivo Pedrito, al que acompañaba el mote “mayor en días”. Apodo que quedó por lo que decía de él su abuela, para diferenciarlo de su primo Pedrito, al que se refería como Pedrito, “menor en días”, pues tal fue la pequeña diferencia que el tiempo separó sus nacimientos por el capricho de dos padres mellizos.

Pedro, “mayor en días, siempre andaba a lomos de una hermosa jaca del color de la miel brillante que lucía en la frente una blanca estrella, al cuello abundantes clines negras y de remate una larga cola trenzada. Acompañaba siempre a la yegua, un inseparable perro de su mismo color, mal carácter e indescifrable raza, que decían llamaban Canelo y, por cuyo nombre jamás respondía.

Gustaba Pedrito, mayor en días, subir a la Sierra y acercarle a su padre, pastor de ganado ajeno, una fiambrera de lata con una ración de tortilla de patatas, unos torreznos de marrana frita y unos trozos de pollo, todo frío. El padre, con la paciencia de los cabreros, los calentaba en una lumbre improvisada entre unas piedras berroqueñas, de las que abundan en estos montes. Junto a ella colocaba un esmaltado puchero de hierro fundido, de asiento pequeño, cuello ancho y panza abultada, de los que acostumbran a llevar, junto a la boca, un asa de las que queman y en el que, previamente, había introducido unas rodajas de patata, una guinda seca, cebolla, ajo, agua, aceite y sal y del que además, si tenía tiempo y ganas, se permitía un caldo para pan y sopa.

Todo esto, hijo mío –le decía todos los días su padre-, lo aprendí en un curso rápido del PPO, el saber no ocupa lugar.

Ya lo sé padre –contestaba automáticamente Pedrito, mayor en días, sin llegar a saber nunca que era aquello del PPO.

El hambre agudiza el ingenio –añadía el padre.

Ya lo sé padre –repetía automáticamente Pedrito, mayor en días.

Luego el padre, mientras impedía que las cabras se dispersaran por la ladera, le volvería a contar como era su trabajo, antes del crac financiero, en la fábrica de Construcciones Aeronáuticas de Getafe, que fundara don José Ortiz Echagüe en 1923, y como participaron de la construcción del Airbús y el Eurocopter, en el paseo que lleva al Cerro de los Ángeles y que tiene por nombre el del carismático líder del grupo de música The Beatles, Jhon Lennón.

El pueblo seguía en su estática posición privilegiada de valle protegido de los dioses de la Sierra, donde sólo la muerte y las leyendas rompen la rústica rutina del deambular cotidiano.

Cada mañana algunos vecinos y vecinas acudían al portalón del Ayuntamiento para ver la hornacina, sobre la pared del calabozo. El alcalde mandó poner un frente de cristal y una luz blanca y en el interior depositó la moneda de plata, rescatada del hielo de la Nevera, dejando bien visible el lema: “Rex. Por la Gracia de Dios”. Eso les hacia recordar al hombre perdido entre la jara y el brezo y que decían podía ser el buscado Rey, transformado ahora en anacoreta.

Cuando el sofocado Pedrito, mayor en días, llegó a la Plaza del pueblo a lomos de su jaca, todo el mundo acudió asustado y por un momento, sólo por un momento, todos sus cuerpos fueron sacudidos por el recuerdo de la guardia civil interrogando sobre el maquis en tiempo de posguerra.

¡El Alcalde! –grito Pedrito, mayor en días, al tiempo que saltaba de la jaca en medio de la Plaza-, quiero ver al Alcalde.

Un hombretón, bien parecido, trajeado de pana, se abrió paso entre el corro de vecinos y vecinas que atendían al chico.

Estoy aquí, muchacho –dijo con voz firme-, que se te ofrece con tanta urgencia.

Señor –dijo este con voz rápida, como repitiendo una lección prendida por imperdibles-, soy Pedrito, mayor en días el hijo de…

Sé quién eres –cortó en seco el Alcalde-, conozco a todos y cada uno de los habitantes de este pueblo, sus familias y sus posesiones, dime que ocurre.

El Rey, señor – contestó el muchacho-, el Rey está en la montaña y ha dicho que quiere venir al pueblo.

¿Por qué Rey? –interrogó el Alcalde-, ¿no será contrabandista, senderista, naturalista o, simplemente, micologista?.

Es el Rey, señor Alcalde –contestó seguro Pedrito-, el Rey que rabió y se perdió.

¿Eso te ha dicho tu padre? –siguió preguntando el Alcalde.

No señor Alcalde –refirió el muchacho-, mi padre cree que es un amnésico, ni siquiera supo responder a la sencilla pregunta de dónde está Getafe.

¿Entonces por qué lo titulas Rey? –dijo un sorprendido Alcalde.

Señor, cuando mi padre lo vio sentado sobre un pequeño canchal con la cabeza gacha, como pensando –relató Pedrito-, mi padre dijo en tono de guasa: “mira Pedrito hemos topado con el pensador de Rodin”, y se acercó a él y le dio unos golpecitos en el hombro y le dijo: “A las buenas tardes, ¿Buscaba ud algo?.

Como vio que Pedrito, mayor en días, cesaba en la historia el Alcalde le espetó: “Sigue, sigue”.

Agua, quiero agua –pidió Pedrito.

Le pasaron un botijo de barro cocido, lo llevó en alto y bebió a chorros por el pitorro, como beben los hombres del pueblo. Lo tuvo suspendido tanto tiempo que la falta de oxígeno le asfixió, tomo aliento y continuó.

Cuando mi padre le tocó en el hombro –explicó el muchacho-, levantó la cabeza y la colocó en perfecta línea recta con el cuerpo, hombros erguidos, y miró fijamente a mi padre y este dio cuatro pasos atrás y colocó su rodilla derecha en tierra y le ofreció, con reverencia de cabeza, la cantimplora de agua fresca de la fuente del camino y tras él se colocó la cabra Blanca, la que tiene las mamellas como pendientes de reina, con un tazón de leche entre las piernas y, un poco más atrás Canelo, con su hueso favorito en la boca.

El desconocido tomó el recipiente de agua y se mojó las pupilas. Mi padre le dijo se llamaba Pedro, que se encontraba en las montañas casualmente, por la crisis económica provocada por el crac de los mercados, el pinchazo de la burbuja inmobiliaria, la bancarrota de los bancos…

¿Y todo eso nos lleva a pensar que se trata del Rey, ni más ni menos que el Rey? –cortó en tono alto y socarrón el Alcalde, como dirigiéndose a todos los vecinos y vecinas que llenaban la Plaza.

Entonces –añadió con voz pausada Pedrito, sin inmutarse-, el hombre dirigiéndose a mi padre, le dijo: “Por qué no te callas”.

Un fuerte murmullo ocupó el espacio que dejaba el aire de la Plaza, unos se miraban a otros y otros a los otros, y todos se miraron uno a uno, cada uno en su tiempo. Un resplandor de un brillo deslumbrante salía por las puertas de vieja madera del Ayuntamiento y la gente miraba al sol y al Ayuntamiento y comprobaron que eran dos luces distintas porque una alumbraba y calentaba y la otra sólo alumbraba y se dijeron que la una, la de siempre, era natural y la otra, la nueva, era artificial y si la primera era nacida de universo, la segunda o lo era de milagro o lo era de sortilegio. Si era cosa de milagro les tranquilizaba, pero si fuera cosa de sortilegio o brujería, les sobrecogía.

Entonces el alcalde alzó la voz por encima de las voces y murmullos de todos, como saben hacer los Alcaldes en tiempos de epidemias y crisis y, sobre todo, en tiempos de elecciones, y sonó clara y contundente: “Mandaré convocar a sus mercedes por bando, de verbo ad verbum, en clara e inteligible voz, y a toque de campana, como es costumbre. Aquí en la Plaza nos reuniremos en Concejo”.

Los vecinos y vecinas, se preocuparon, más si cabe, porque el Alcalde nunca les había hablado así y lo creyeron confusión del momento y eso les tranquilizó y se fueron a sus casas despacio, sin prisas, como es costumbre en la cachaza de la Sierra, hasta que el hijo de la tía Eugenia, con su guasa de siempre y una cruz de madera en la mano, gritó: “ Vade retro Satana”, y la mayoría corrieron al refugio del hogar, y otros, los menos, pensaron que era más segura la taberna.

El Alcalde se dirigió a Pedrito, mayor en días, y le dijo: “Sube a la montaña y dile a tu padre que lleve al forastero al corral del ganado y que pasen allí la noche y llegando el mediodía se venga y lo traiga al pueblo”.

Pedrito, mayor en días, subió a la jaca. Juntos perro, jaca y Pedrito, enfilaron la calle de la Plaza mientras perdían la voz del Alcalde que le gritaba: “Al mediodía Pedrito, al mediodía”.

Aquella tarde don Justo, cura del pueblo, salió bajo palio precedido de una gran cruz y recorrió todas las calles más céntricas a golpe de incensario y, en voz baja y solemne murmuraba: “La Santa Cruz sea mi luz, no sea el dragón mi señor. ¡Apártate, Satanás! nunca me atraigas con engaños, maldad es tu carnada, bebe tu propio veneno”.

En el momento justo, como el Alcalde mandó, aparecieron por la carretera que lleva al río, en imagen mítica, la jaca con el forastero a lomos, bajo ella el perro Canelo, al cabestro Pedrito y tras ellos su padre con la cabra Blanca.

Todos los vecinos del pueblo se habían colocado sobre las dos aceras de la calle que, desde la entrada del pueblo llevaba hasta la Plaza, y al llegar a su altura la comitiva comenzaron a agitar frondosos ramos de olivo, laurel y palmera que llevaban en las manos. Ellas, desde los balcones y corredores dejaban caer sobre esta pétalos de todos los colores, perfumándose el aire de un penetrante olor a rosas. Ellas y ellos entonaban canciones de la tierra y un dulzainero con tamboril se colocó tras los homenajeados y al paso de estos se unían los vecinos y vecinas que bajaban de las sus casas, juntándose a la real procesión. El forastero, sin inmutarse siquiera, sonreía y saludada a uno y otro lado, arriba y al frente, como si ensayado lo tuviera.

Al llegar a la Plaza, el Concejal de Cultura le pidió al forastero que bajara de la yegua y le acompañara hasta una improvisada plataforma de madera, donde esperaba el Alcalde para entregarle la vara de mando e invitarle a sentarse sobre un trono morado, sobre alfombra roja, preparado al efecto, flanqueado por dos sillas, de madera de roble oscuro con asiento también rojo, y al frente un micrófono.

Señor –dijo el Alcalde colocado frente al micrófono-, he aquí a tu pueblo soberano de cuyo mandato os he entregado la vara del lugar y, con ella, el poder que este me cedió para guiar el destino presente y obrar según el interés general y el bienestar individual y colectivo. Vuestra es la vara y nuestro el respeto y la lealtad ante tan noble figura.

Dicho esto se fue hacia el forastero y le invitó a tomar la palabra. Ante las dudas de este, Pedro que estaba sentado a su derecha le animó.

Amigos –comenzó el forastero, echándose la mano al bolsillo como buscando un papel que no encontró-, yo vengo de un lejano país donde no se pone el sol. Allí, como aquí, vastos campos arropan la cosecha, valles verdes alimentan los ganados y altas montañas se confunden con el azul del cielo. El pueblo es soberano y se dictan leyes para el bienestar general y la solidaridad colectiva. Se protege, en aquella tierra, lo educativo, lo sanitario, el derecho a cobijarse bajo un techo al calor de la lumbre, porque nos regimos por un código sagrado que llamamos Constitución, por el que velan permanentemente, con este fin, un Tribunal Constitucional y un Rey que no permiten que ningún súbdito de estas dichas tierras pierda la condición de ciudadano y dan garantías, desde lo público, de la perpetuación del estado de bienestar social.

Dicho esto quedose quieto, como sin voz, pensativo, con la mirada perdida. La gente, en la Plaza, siguió por unos segundos en un profundo y respetuoso silencio, hasta que la Pepa, mujer de armas tomar, gritó: “Viva la Constitución” y comenzaron a cantar canciones de la tierra, sonó la dulzaina y el tamboril y todos saltaban y bailaban al ritmo que supieron y pudieron.

Unas paisanas ataviadas de traje regional salieron con bandejas de comida tradicional: queso de la tierra, pan recién cocido al horno de leña, dulces populares de mil maneras amasados y un sin fin de delicias que, al forastero, que siempre estuvo acompañado del Alcalde, autoridades y de Pedro, Pedrito, mayor en días, y el resto de esta familia, le parecieron manjares de los dioses.

El recuerdo de hubo una vez (II)