miércoles. 24.04.2024

El recuerdo de hubo una vez (IV)

Pedro acompañó al forastero aquella mañana al pueblo. No fue un viaje de cortesía. Él gustaba de acudir también a la fiesta.

Pedro acompañó al forastero aquella mañana al pueblo. No fue un viaje de cortesía. Él gustaba de acudir también a la fiesta. Cepilló la jaca con ganas, alternando peines de cerdas duras y blandas que pasó por todo el cuerpo del animal, haciendo círculos; le trenzó las crines y la cola y cortó los pelos de los cejas, pestañas y nariz; sacó los restos de suciedad con el limpia cascos La avió con la manta trapera de mil colores que le trajera su hermana de Portugal, encima la montura nueva, ajustadas las cinchas; colgando a ambos lados unos estribos fundidos en la herrería del pueblo, y, a la cabeza, las riendas de cuero con adornos de figuras geométricas que comprara en un mercadillo de Plasencia, de cuyo frente colgaba un mosquitero.

Ayudó a subir al visitante a la yegua, sorprendido siempre por la facilidad y familiaridad con que este ejecutaba la monta, y tomaron camino del pueblo acompañados del perro Canelo, situado bajo el animal.

Nada que ver la mañana con la desapacible tarde del día anterior. Vientos huracanados, con rachas de frío de nieve helada, habían sorprendido a propios y extraños en lo que los viejos dijeron como la peor tarde de muchos años. Ahora lucía el sol sin dar explicación alguna de su huida del día anterior, tampoco nadie se la pedía.

Atravesaron el regato del Linar, por el puente donde vierte al río, con el ensordecedor ruido de corriente brava que saluda al nuevo cauce. Las naranjas, arrancadas por el viento, daban alegres pinceladas de su color al amarillento suelo arcilloso y los ramos estronchados se negaban a destroncarse del todo, apoyados en el suelo.

Entonces Pedro paró al animal e invitó al forastero a desmontar para que se acercara con él a lo que en verano era un remanso de agua, ahora convertido en rápido. “Lo llaman, señor, el Pozo del Tío Borracho –dijo dirigiéndose al forastero-. Todas las mañanas me acerco y me mojo las manos y la cara. Esta fría agua que nos regala la nieve de Jálamas resucita a un muerto”. “Es una ceremonia digna de respeto –contestó el forastero-. Si que está fría, si. Esto limpia cualquier rastro de borrachera”. “Y de resaca don Felipe, y de resaca –afirmó Pedro”. En aquel momento hízose un silencio, las miradas se cruzaron, y resonó escandaloso el graznar de las grullas en el cielo, mientras una mierra solitaria voló, gritando algo que no entendieron.

“Me has llamado Felipe –dijo interrogando el forastero-. Pedro, ¿he oído Felipe?. “Señor, Abundio me dio este nombre –contestó aturdido Pedro-, si no lo es permitidme que lo retire”. “Felipe, Felipe –se repitió pensativo el forastero-, si, si me llamo Felipe. Por un momento me olvidé que me llamo Felipe. Puedes llamarme Felipe”. “Gracias señor -contesto Pedro-. Sigamos nuestro camino”.

Pedro dejó a la jaca y al perro en una tenada a la entrada del pueblo y ambos dos tomaron el camino de la Plaza, uniéndose a ellos, durante el trayecto, otros vecinos y vecinas que bajaban a la iglesia del pueblo. Las campanas repicaban con ganas, como si llamaran a fuego, y los mozos prendían cohetes de caña que subían al cielo.

Al poco apareció el Santo sobre unas andas de madera cogidas al hombro por cuatro mozos. Antes de salir del portalón lo pararon y comenzaron a balancearlo. Veinte escopetas de caza, sobre firmes hombros, al aire apuntaron disparando las salvas, como se dispara al animal en el campo, dejando caer las vainas de los cartuchos, todavía calientes, al suelo para que se las disputen los muchachos. Todo son vivas al santo, pullas, dichos y aleluyas, jolgorio y alegría. Unas gargantas comienzan unos cantares, el silencio del gentío les deja paso a la Plaza: “El día 20 de enero/se celebra nuestra fiesta/glorioso San Sebastián/en el cielo y en la tierra...”.

De pronto comienza un gran tumulto. Los mozos corren gritando hacia la calle estrecha, mientras que unas mujeres gritan y otras ríen a carcajadas.

El forastero se acerca a Pedro e intrigado le pregunta: “¿Qué pasa Pedro?”. “Abundio que la está liando –contestó Pedro-, está revuelto como el tiempo”. “¿Pero qué es? –insistió el forastero. “Parece ser que esta mañana le han contado a Abundio un chiste inserto en un periódico de tirada nacional –explicó Pedro-, venía firmado por el conocido arquitecto y humorista Peridis con el lema: A mi que me registren, que no tengo nada que ocultar”. “Bien esa es la forma –insistió un tanto ansioso el forastero-, pero lleguemos al fondo”.

Pues que Abundio ha aparecido en la Plaza, delante del Santo y de toda la gente -remató Pedro-, con un abrigo azul y nada debajo y cuando ha conseguido llamar la atención, abre la prenda gritando: a mí que me registren ¡eh!, ¡eh!, nada, nada no tengo nada ¡eh!, ¡eh!. “No me fastidies” –exclamó sorprendido el forastero”. “Pero eso no es todo –continuó Pedro”. “¿Hay más?”. “Si, lleva colgando un sobre”. ¿Colgado de dónde”. “De ahí –dijo Pedro señalándose la entrepierna-, de su mismo sitio”. “Si, ja, ja, ja, ja, ja,… No me lo puedo creer, eso si que es un sobrepene” –hizo la historia reír al forastero”. “Y tanto porque iba sobrao –reía también Pedro-, haber como declara eso a la Hacienda Pública”. “¿Y dónde está ahora? –acertó a decir el forastero”. “Ha salido corriendo por los huertos de la Rueda, no consiguieron darle alcance”.

Rehechas las filas. Las andas siguieron su lento balanceo y el coro reinició su canto al Santo: “San Sebastián fuerte/te venimos a dar gracias/para que no nos de la peste/. San Sebastián valeroso/donde vas tan desnudito/te nos quitaron la ropa/en el calvario bendito…”.

Finalizada la alborada los cazadores volvieron a calzar las escopetas y dispararon de nuevo al aire dando aviso para que la procesión iniciara su recorrido por las calles principales del pueblo mientras el cura, que parecía recién salido del concilio de Trento, se esforzaba por lanzar severas miradas a las muchachas que no dejaban de hablar de Abundio y del tamaño de su singular miembro.

Pedro y el forastero se colocaron en la parte de atrás de la procesión, con los hombres, pues tal era la disposición de la comitiva. Delante dos filas con los niños y las niñas, tras estos las mujeres cortejan al Santo y tras él, el cura, los monaguillos y los hombres, estos últimos sin ningún orden preestablecido. Adelantándose al cortejo los cazadores, portando sus armas, para esperarlo en los sitios convenidos.

Cuando la procesión llegó a la altura de la fuente llamada del Álamo, los cazadores dispararon de nuevo sus armas y en el altillo de esta dicha fuente, entre el humo y el olor a pólvora, apareció Abundio con el abrigo azul abierto, sin nada debajo y el sobre colgando: “A mi que me registren ¡eh!, ¡eh!, nada, nada, que no tengo nada, ¡eh!, ¡eh!, no tengo nada que ocultar”, y salió corriendo por la Chorrera, tras él dos guardias civiles, el alcalde y los concejales del pueblo. El cura se adelantó al Santo e iba, con la sotana arremangada, de un sitio a otro intentando recolocar el desperfecto. Las mujeres no podían contener la risa. Los niños y las niñas, que iban los primeros, se habían convertido en actores improvisados que, una y otra vez, repetían la escena vivida. Los hombres cuchicheaban entre ellos que, por ir los últimos, se perdieron el teatro. El forastero, que no salía de su asombro, levantó la vista y vio una placa que rezaba: “Defensores del Alcázar de Toledo”, diciendo para sus adentros “Menudo desaguisado, de está no nos salva ni Dios, vaya despelote”.

Después de varios intentos, la comitiva reinició la procesión del Santo. Los cazadores se habían colocado en la calle que llamaban del Cantón, para volver con sus disparos, y, por si acaso, como explicó uno de ellos, colocaron vigías en las esquinas de las calles y así lo fueron haciendo desde ese momento en adelante, para que todo el agua fuese en su cauce.

El forastero quedó entretenido razonando sobre el lema de una placa que rezaba calle del Egido hasta que una voz lo sacó de su ensimismamiento: “Hola Hermoso ¡eh!, ¡eh!, a mi que me registren Hermoso, ¡eh!, ¡eh!. Hombre, Abundio, que tal estás -saludo este-, la has armado buena”. “No tengo nada, ¡eh!, ¡eh!, nada, nada –dijo Abundio abriéndose de nuevo el abrigo-, nada, nada ¡eh!, ¡eh!”. “¿Y ese sobre? –preguntó el forastero”. “Me lo dio el tesorero ¡eh!, ¡eh!, el tesorero ¡eh!, ¡eh!, a mi que me registren que no tengo nada que ocultar, ¡eh!, eh!”. “¿Para que te dio el sobre el tesorero?”. “Para comprar limones ¡eh!, ¡eh!, muchos limones ¡eh!, ¡eh!”. “¿Y naranjas?”. “De la China, cochina ¡eh!, ¡eh!, sólo limones, muchos limones ¡eh¡, ¡eh!. Las campanas Hermoso ¡eh!, ¡eh!, me llaman a Concejo ¡eh!, ¡eh!, adiós Hermoso, me voy, ¡eh!, ¡eh!”. “No, no, no vayas te están esperando, te cogeran”. Y salió corriendo calle abajo hasta la Plaza, donde el forastero lo perdió de vista.

Cuando la procesión llegó a la Plaza, se intensificaron los disparos haciéndose intenso el olor a polvora. El Santo, de espaldas a la entrada principal de la iglesia parroquial, volvió a ser homenajeado con cánticos religiosos y repitieron el “Cantar a San Sebastián”, devolviendo el Santo a su retablo: “… Las saetas que os tiraron/fueron con mala intención/todas las tienes clavadas/ al lado del corazón./../. Vuestro padre era francés/vuestra madre de Milán/gloriosos San Sebastián/en el cielo y en la tierra/. Glorioso San Sebastián/ya estamos dentro del templo/venimos a contemplar/vuestro martirio y tormento/…

Luego el Alcalde, que llegó un tanto sofocado, anunció a los congregados el reparto de perrunillas, bolluelas, cagajonitos melaos, magdalenas, cañas, mantecados y otros dulces que eran acompañados de un vino dulzón. Cuando la gente había sosegado y hablaba amigablemente, se produce un nuevo tumulto. Por la esquina de la calle de la Plaza apareció Abundio con su abrigo azul, dos concejales del Ayuntamiento se lanzan a por él y lo sujetan por los brazos: “Hoy nos has traido a maltraer, Abundio -dijo uno de ellos-, ni se te ocurra quitarte el abrigo”. “Por qué, ¡eh!, ¡eh!, por qué ¡eh! –contestó Abundio intentando infructuosamente zafarse de las autoridades-, “no tengo nada, nada, ¡eh!, ¡eh!”.

Los niños y niñas, formando corro en torno a Abundio cantaban: “que se quite el abrigo, que se lo quite, que se lo quite”. Entonces el forastero se acercó a Abundio: “Hola Hermoso ¡eh!, ¡eh!, eres Hermoso ¡eh!, ¡eh! –le llamó la atención haciéndole guiños para que se acercara”. Cuando el forastero se acercó, Abundio le susurró al oído: “He comprado los limones ¡eh!, ¡eh!, como quería el tesorero, ¡eh!, ¡eh!, Hermoso, ¡eh!, ¡eh!”. Entonces el forastero se apartó un paso y con voz grave gritó: “Suéltenlo ustedes, ya ha comprado los limones”. Los concejales sorprendidos y extrañados por tal afirmación miraron al Alcalde y este les hizo un gesto, quedando libre Abundio.

Abundio, al sentirse libre, salió corriendo y se subió a lo alto de las escaleras de lo que fue un antiguo café, echose mano al abrigo azul, ante la escandalera general y el vade retro sataná del cura, abrió la prenda y se la quitó… quedando vestido de hermoso traje azul que fue la envidia de todo el paisanaje que, emocionado prorrumpió en un caluroso aplauso y ya todo fueron cantares y bailes de la Sierra, con tambor y dulzainero.

Eugène Delacroix. “San Sebastián atendido por Santa Irene”. 1858. Óleo sobre tabla. Los Ángeles Country Museum of Art. California, (USA).

El recuerdo de hubo una vez (IV)