sábado. 20.04.2024

La mujer del pelo blanco, un discurso extraordinario, y el prólogo para una polémica

En su otra vida el hortelano desarrolló un sexto sentido para conocer la honradez de los discursos de los políticos. Tan pronto como un personaje cualquiera subía a la tribuna y fijaba sus ojos en los folios, el hortelano sabía si lo que escuchaba era letra de gabinete, música de trombón o acaso melodías ajenas. Si el político improvisaba, es decir, si no se sacaba los folios del bolsillo de la chaqueta, el bolsillo contrario al de la cartera, se podía esperar alguna cosa.  ¡Qué apuros pasó este hortelano escuchando discursos que el orador ni siquiera comprendía o compartía! Y el hortelano debiera abstenerse de confesar si alguna vez o con frecuencia, escribió prosa para bocas ajenas. Y no debiera detenerse en explicar que a punto estuvo de llenar folios sobre los discursos políticos en los tiempos de la Transición, pero se deslumbró con el discurso más sobresaliente de cuantos los políticos españoles pronunciaron. Si algún incauto se dejara llevar por el consejo del escribano, lea el que pronunció Manuel Azaña en la campa de Comillas en el año 35. Verán lo que sucede cuando se juntan la buena palabra y la inteligencia. Efectivamente, para hacer un buen discurso se necesita vivir en tiempo de épica.  Sin épica la vida es aburrida y todo se tiñe de una grisura insoportable. Por este camino, el argumento se le escapa al hortelano porque ahora debiera decir algo sobre la bondad de la normalidad y de la bendita mediocritas. Y, a lo mejor, le daría por rebuscar en la memoria un verso de Horacio para alabar la vida sencilla y explicar que hay hombres propensos a la épica y otros enamorados de la serenidad.

Resumiendo: que casi el cien por cien de los discursos que mis vecinos escuchan en las pantallas o por la radio o leen en los periódicos, en el caso de que escucharan o leyeran estas cosas, son discursos impostados, falsos, o en el mejor de los casos construidos para arañar un puñado de votos. Ahora, en la hora presente, el hortelano ha sabido de buena fuente que el partido político que nos gobierna ha comprado un robot para difundir en las redes sociales los eslóganes que cada madrugada construyen una legión de mercenarios. Este aburrido monólogo del hortelano solo pretendía decirte, querido Tulio, que hace unos días, escuché un discurso honrado y honesto. ¡Milagro! Lo escuchó en boca de alquien que no conoce, pero de la que ha oído hablar sobre todo en los últimos tiempos. Lo ha escuchado a través de la “maquinaria”, es decir en uno de esos artilugios que recogen lo que otros han dicho a kilómetros de distancia. Hablaba una mujer añosa, de inteligencia intacta o tal vez potenciada por la edad, que cultiva un jardín en Sierra de Gata, y rehabilitó una casa para cobijar una miríada de libros. También aquella mujer tuvo otra vida muy larga en saberes y cosechó el respeto de los sabios. Hablaba desde el  teatro romano de Mérida y decía cosas tan notables como las que más adelante diré. Escuchando aquel discurso salido de la inteligencia y también del corazón, al hortelano le dio por pensar en la importancia de las minorías, como es el caso de esta mujer extremeña, nacida en Cilleros, y a la que muy probablemente Extremadura ha desaprovechado. Hemos descuidado inteligencias y hemos soportado mediocridades apabullantes. Cuánto daño nos ha hecho aquello que un preboste puso en circulación de que para opinar sobre Extremadura había que mojarse y mojarse significaba empadronarse. Empadronarse era el camino más corto para ejercer el control de los empadronados en un tiempo de mucha autoridad y disciplina. El hortelano tuvo un amigo romántico que cultivaba limos a la entrada de su casa, se pasó la vida ayudando desde fuera, vino, se empadronó, pero se murió sin que le hicieran caso, y recuerda a otro, que dejó cátedra de mucho rango, regresó y volvió a marcharse sin explicarse por qué su presencia levantaba tantas susceptibilidades, o aquel otro intelectual que encontró cobijo en la Universidad pero salió escopetado.

Resumiendo: que Extremadura, al contrario de otras regiones o territorios, ha desaprovechado el caudal de talento que aventó fuera. El hortelano que emborrona este folio conoce cómo Cantabria o Galicia o Asturias o Aragón han sabido aprovechar el talento que también a ellos se les escapó entre las costuras de la emigración. El franquismo, por naturaleza, y la democracia que ha gobernado Extremadura, por complejo, ni quisieron ni han sabido utilizar en su provecho el capital profesional y de prestigio que en su tiempo alumbraron pueblos y ciudades. Al grito de¡que se empadronen!, la mediocridad no tuvo competencia.

–Ten cuidado, hortelano impertinente, que la razón que tratas de defender se te puede volver en contra. Muchos trataron de aprovechar en beneficio propio lo que llamas capital profesional, si es que no vinieron a pavonearse luciendo galones en las aldeas. No se puede tratar de influir si no se comparten los mismos problemas

-¿Podré decir, amigo Tulio, con sinceridad y con libertad, que la norma ha sido la contraria?  Levantar barreras, y la mayor barrera con frecuencia ha sido la ignorancia, para evitar que “otros” opinaran o influyeran. Te lo diría en el lenguaje que corresponde a la condición rústica del escribiente: muchos gallos para un único gallinero.

-Te ha faltado decir que el gallinero era estrecho y que el gallo era tuerto…

-No caeré en tu provocación, amigo Tulio. Pero te digo que hay extremeños repartidos por el mundo que ejercieron de presidentes de multinacionales, consejeros delegados de grandes empresas, catedráticos respetados en las grandes universidades, profesionales de prestigio en la mayoría de las disciplinas que nunca/nunca recibieron una llamada, si no para pedir un consejo, al menos para felicitarlos por su éxito. Y te daría ejemplos concretos desde hace lo menos cuarenta años. Y en sentido contrario: te explicaría como funcionan grupos de influencia de otras regiones y cómo esas personas sobresalientes han participado con normalidad en los procesos de desarrollo de sus tierras de origen sin que provoquen “urticaria” de sus paisanos. Pero déjame céntrame en el hecho excepcional que es el que da título a este comentario.

Decía que el discurso de la dama que hablaba la otra noche en el teatro romano de Mérida pertenecía a esa minoría con capacidad de torcer el pulso al pesimismo  de los extremeños. Escuchándola días después en la maquinaria, el hortelano se reconcilió con el político que haya tenido la idea -¡felicidades presidente Vara!- de encomendar el discurso del Día de Extremadura a una personalidad que emigró de su tierra y que regresó para dar cobijo a sus libros en la Sierra de Gata. Aquella dama de pelo blanco que hablaba desde el corazón y desde la inteligencia conmovió a los presentes y a quienes hemos tenido la suerte de escucharla en los artilugios. Cuando esta señora dijo aquello, con voz de las entrañas, ¡Extremadura me duele y me duele mucho. Me encanta y me duele porque la quiero mucho!, el hortelano sintió de nuevo la épica de los mejores discursos. No había retórica, no había “literaturismo”. Sus palabras eran tan sinceras que parecían residuos de una de las tragedias que allí mismo acabara de interpretarse. Porque el dolor que a la mujer del pelo blanco le provocaba la situación de su tierra no era un dolor de plañidera ni de impotencia, sino el clamor de tantos que piensan que la tierra tiene potencialidades para no ser la última de todas las estadísticas de renta per cápita, y que atesora riquezas y calidades de trabajos extraordinarios.

La dama del pelo blanco se atrevió a decir en presencia de todos los poncios, lo que tú, amigo Tulio, tantas veces me has refutado: pasan los gobiernos, los gobiernos de un color, los gobiernos de otro, y seguimos estando los últimos en la cola. Cuando lo dijo ¿pestañearon Ibarra, Vara, Monago, allí presentes? ¿Te atreverías, amigo Tulio, a echar una mano a los del club de los seniors para organizar un debate sobre esta cuestión en particular: “Razones del retraso económico de Extremadura”? Invitaríamos a Ibarra, a Monago, a Vara, y también a otros extremeños de entendimiento largo.

–Amigo Tulio, ni mucho menos hemos agotado el tema. Te emplazo un día de estos en la huerta. Ven preparado para refutar los ejemplos que voy a poner sobre la mesa para demostrar cómo, a propósito, se ha prescindido de los extremeños más despejados. Te hablaré del proceso de transferencia de funcionarios al comienzo de las Autonomías, de la constitución y de los avatares de la corporación empresarial de Extremadura, de aquel intento romántico y fallido de cuando la Junta fletó un “tren” de madrileños al pabellón de la Expo de Sevilla pero en la expedición se había colado un magistrado que pretendió empitonar al primer escándalo de corrupción de nuestro bendita democracia, y de un proyecto de pocos vuelos y algunos intereses de agrupar a extremeños notables en Madrid. No te demores para la sesión que te propongo, porque aprovecharemos para ver y admirar cómo maduran, cómo se colorean las manzanas del otoño, los membrillos, las granadas. ¡Las granadas! Pocas cosas tan extraordinarias que ver cómo enrojecen los frutos del granado. O cómo amarillean los membrillos. Como uno comienza ya a estar en precario, perdona si vuelvo a contarte aquella película excepcional sobre el proceso de dibujar el membrillero de Antonio López, y te contaré también aquella prodigiosa sucesión de acuarelas sobre el esplendor y muerte de una manzana que pintó un cineasta anacoreta que vivió durante treinta años en mi aldea, y solo al final nos enteramos de la importancia de aquel personaje que salía cada tarde a su jardín a escuchar el fragor de los gorriones antes de que se durmieran en el álamo de su huerta. 

José Julián Barriga es el autor del blog El hortelano impertinente, donde también ha publicado este artículo

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