viernes. 19.04.2024

Me queda la palabra

Es maravilloso poder abrir la prensa diaria, escuchar los noticiarios de la mañana, con las válidas palabras pronunciadas por el escritor jerezano José Manuel Caballero Bonald, en el discurso de ceremonia de la entrega del premio Cervantes.

Dos tercios de siglo adiestrándose en el arte de escribir, de constancia literaria, para tocar con las manos la poesía de la realidad cotidiana en un momento en que se confunde la política sin complejos con la política sin escrúpulos. Rejuveneciendo permanentemente en el devenir histórico del pensamiento y la vida, con el empleo de la palabra frente al silencio.

Vuelvo a la habitación donde estoy solo

cada noche, almacén de los días

caídos ya en su espejo irreparable.

Allí, entre testimonios maniatados,

yace inmóvil mi vida, sus tributos

de tornadizo empeño.

Ahora tuvo que salir a la luz, le obligaron a enfundarse un frac y a aguantar lo focos y los taquígrafos para parar los disparos insaciables de los flaxes cegadores dirigidos sin contemplaciones contra la ilustre figura, atrapadas las imágenes en la tarjeta de las cámaras fotográficas para terminar en las lindes del papel impreso que, desde ese momento, las trasportarán por el caminar incansable del mañana.

Se llevó consigo mismo a sus amigos del 50, compañeros de viaje. Aquellos que con él lucharon contra la dictadura franquista, en un intento de recuperar las libertades y la justicia social, y por lo que conoció cárcel y censura. Una cárcel destinada a los señalados, una censura de la que no se libraba ni Dios.  

Él que siempre se escondió tras la lectura, buscando en los otros una contrapartida, una ilusión figurada, una compensación, un reconocerse para desentrañar lo que somos, para resarcirnos de nuestras propias carencias. 

Aviso a navegantes: “recuérdese que todos aquellos que se han valido de la opresión para programar el mantenimiento de sus poderes, han cortado la libre circulación de las ideas. Los enemigos históricos de la libertad han recurrido, desde siempre, a una suprema barbarie: la hoguera. O quemaban herejes o quemaban libros, como una metáfora de la esclavitud por la que se destruían y prohibían ciertas lecturas para prohibir y destruir ciertas libertades, porque quien no lee no almacena conocimientos y queda apto para la sumisión”.

Lavada está mi vida

en virtud de su asombro. Ayer, mañana,

viven juntos y fértiles, conforman

mi memoria conmigo.

Únicamente soy

mi libertad y mis palabras.

De lo que fácilmente se deduce que conocimientos y libertad vienen a ser nutrientes complementarios de toda la aspiración a ser más plenamente humanos. Amparados en el klausista intento pedagógico de los catedráticos de la Universidad Central de Madrid, adelantados que fueron en eso de los Centros de Estudios Históricos e inspiradores de las reformas educativas de la España de principios del pasado siglo XX, para ser una referencia constante a la libertad, que entiendo tanto individual como colectiva. O, tal vez, sea el conocimiento introspectivo de lo divino frente a lo humano, como conocimiento superior a la fe, que dirían en el pensamiento gnóstico de la Santa María Magdalena. Algo que puede ser así o no, “ya que el que no tiene dudas, el que está seguro de todo, es lo más parecido que hay a un imbécil”.

Porque Caballero Bonald viene a recorrer las veredas de la vida, de la luz literaria y de la libertad, cruzándose en su lento caminar con los jinetes de la muerte que cimientan el infortunio histórico del franquismo y corren, por la piel de toro que curtiera Rafael Alberti, las más variadas formas de desolación.

Y allí quedó la historia

mereciendo ser solo

reliquia degradada, pasto

de soldadescas, botín de clerecías.

Con piedra sepultaron

las piedras y con otra cultura la cultura

feraz y tolerante que opusiera 

su rango al fanatismo.

Era el placer de la lectura para los niños de la guerra una forma de escapar de la cruda realidad de la vida, de los sinsabores y privaciones a que les llevaba la negra noche de la historia. Esa fue, tal vez, la conmoción insospechada que producía la lectura de las aventuras de don Quijote de la Mancha, el sedimento del recuerdo.

Es el libro que habla y escucha. Un mundo fascinante capaz de abrir una ventana por la que asomarse y respirar aire puro, no contaminado por el ruido de los ejércitos. Un nuevo mundo, no encorsetado, que se abre a las enseñanzas de la vida en lo que se supone un ejercicio de libertad.

Si es cierto que la poesía engloba todas las demás ciencias en su emoción verbal, es porque esas palabras van más allá de sus propios límites expresivos y abren, entornan e iluminan pasadizos secretos y concretos de los pasajes descritos, ya que el poeta que nace libre, en la libertad se funda.

Don Alonso Quijano no es otro que un solitario luchador en defensa de los perseguidos, los oprimidos y los sojuzgados. Una lucha desigual la suya acompañado de su fiel escudero, corrido y confundido ante tanto misterio e incertidumbre. 

Es Sancho el oprimido de Pablo Freire que todavía no ha tomado conciencia de su condición de tal y que no entiende que hace fuera del calor y la seguridad del hogar, sorbiendo con acompasados ruidos la ardiente sopa recién hecha, sobre leña de roble. Sale Sancho de su ignorancia consentida con los estertores que da la muerte del desconocimiento para pasar a la vida críticamente vivida, refinando la cultura popular que amasó en los manchegos campos de vino y trilla.

Fue la prosa poética del Quijote, como la poesía misma, una forma de defensa sobre las ofensas de la vida. Y llega el guiño que la historia hará sublime porque en ese intento de defendernos con la palabra de quienes pretende quitárnosla, siempre hay que esgrimir esa palabra contra los desahucios de la razón. Es además, la palabra escrita un ideario, el vehículo de las ideas estéticas, del pensamiento moral, de los litigios personales, para buscar una salida al laberinto de la historia.

“En un mundo como el que hoy padecemos, asediado de tribulaciones y menosprecios a los derechos humanos, termina Caballero Bonald, en un mundo como este de tan deficitaria publicidad, hay que reivindicar los nobles aparejos de la inteligencia, los métodos humanísticos de la razón, porque la utopía es una esperanza consecutivamente aplazada”.

Estamos ante una sociedad decepcionada, perpleja, zaherida por una renuente crisis de valores que busca salir ennoblecida en su propio esfuerzo regenerador, indignado por todo lo que le ha tocado y le toca vivir en el despotismo político, la avaricia económica, la destrucción en las guerras, el sometimiento consciente a la hambruna.

De todo lo que amé en días inconstantes

ya sólo van quedando

rastros, 

    marañas, 

conjeturas

pistas dudosas, vagas informaciones.

“Yo no puedo escribir –sentencia Caballero Bonald-, si no me siento en la inminente necesidad de defenderme de algo con lo que estoy en radical desacuerdo. El acto de escribir supone para mí un trabajo de aproximación crítica al conocimiento de la realidad y también una forma de resistencia frente al medio que me condiciona”

La Historia cuenta lo que sucedió y la poesía lo que debía suceder. (Aristóteles).

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Palabras sobre el discurso pronunciado por José Manuel Caballero Bonald en la ceremonia de entrega del premio Cervantes, celebrada el 23 de abril de 2013 en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares. Madrid

Me queda la palabra