viernes. 19.04.2024

País de ovejas, gobierno de lobos

Todo le pareció distinto a aquella última cita. Sobre las cinco de la tarde acudió a la estación de cercanías, abarrotada de gente, que esperaba el tren de los servicios mínimos. Uno cada hora. Murmullos, gritos, cánticos. Intercambios de pegatinas y de cartelería con eslóganes con juegos de palabras de paz/pan y pan /paz.

Todo le pareció distinto a aquella última cita. Sobre las cinco de la tarde acudió a la estación de cercanías, abarrotada de gente, que esperaba el tren de los servicios mínimos. Uno cada hora. Murmullos, gritos, cánticos. Intercambios de pegatinas y de cartelería con eslóganes con juegos de palabras de paz/pan y pan /paz.

Junto a la máquina de refrescos un joven, sentado en uno de los bancos, se esmera para colocarse un rótulo en la espalda del chándal con cinta celo: “Una nación de ovejas engendra un gobierno de lobos”, en frase que popularizara el periodista estadounidense Edward R. Murrow, locutor en la CBS para radio y televisión, que fue llevado a la pantalla por George Clooney en la película “Buenas noches y buena suerte”, con David Strathairn.

Unos veinte metros más adelante otros jóvenes replicaban con otro título de la filmografía reciente: “No habrá paz para los malvados”, rememorando a Enrique Urbizu, al pecho pegatinas de la Unión General de Trabajadores.

El andén, cada vez más lleno, hacía peligrar la integridad de los presentes, empujados por el ardor guerrero de los sanitarios que, vestidos de blanco, saltaban aleccionados con sus propias canciones: “Arriba, arriba, arriba / arriba todos a luchar / que se metan por el culo / que se metan por el culo / la reforma laboral”.

“La sanidad se defiende no se vende” y “Si nos recortan la sanidad, nos recortan la vida”, eran gritos recurrentes ante la negociaciones para evitar la eminente transformación del Hospital de la Princesa, el cierre de la unidad de quemados del Hospital de Getafe y la privatización del Hospital del Henares. “Uno a uno caerán todos, y detrás de ellos los ambulatorios y los Centros de Salud”, escuchó que comentaba una voz indefinida de alguna de las personas situadas tras él.

Se volvió como pudo y sin poder asegurar que esa cara correspondía a aquella voz, vio como una lagrima se deslizaba lentamente empujada por otra que aprovechó la correntía, sin saber muy bien si llegarían al suelo. “Es intolerable que unos pocos puedan llegar a provocar el dolor de tantos”, pensó mientras bajaba la cara sumido en la vergüenza ajena.

“Tanta lucha para nada”, fue el pensamiento pesimista que recorrió su mente, ensimismado en las revueltas de mediados de los años setenta que dieron lugar a la transición democrática desde la dictadura y que parecía habían generado un pensamiento político de avance, lento pero seguro, por el estado de bienestar.

Ahora, bicentenario de la Constitución de Cádiz, recordaba su bello articulado que defendía con candidez que “el objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen”. Como le gustaba recordar eso y se estremecía al sentir que se perdió entonces y se puede volver a perder ahora. Si la represión llegó antaño desde la Santa Alianza, de la mano de Francia, con Rusia, Austria y Prusia, que se decían amigos, ahora la recesión viene de otra alianza liderada por la Alemania de Angela Merkel.

La historia se repite de manera inexorable para hacernos tropezar dos veces con la misma piedra. El grito de entonces se tornaba vivo ahora en la reivindicación de la Europa de los Pueblos por encima de la Europa de los mercados, “qué razón se tenía y qué ciegos estamos”, se decía.

El pitido de las sirenas del tren le devolvió a la estación. “Tren con destino a Alcobendas. Este tren efectuará paradas en Margaritas, Villaverde Alto, Villaverde Bajo, Atocha…”. Este era su destino, Atocha.

Subió al tren como pudo. Todo el mundo subió al tren como pudo. Se le hacía increíble que tanta gente pudiera entrar en lo que le parecieron pequeños habitáculos de los vagones de ese largo tren. La pegatina con lazo negro que le dieron los sanitarios se pegó a su cuerpo como se pega todo objeto estrujado, espalda sobre pecho, como se empuja con fuerza la gasa sobre la vena recién abierta: “manténgala prieta quince minutos”, le dijo en aquella ocasión la enfermera.

Riadas humanas, a la llegada, le dejaron a las afueras de la popular estación madrileña donde fue recibido por una gran batukada de tamboristas que golpeaban los instrumentos de percusión con tal ardor como si de la última oportunidad se tratara. Bailarines espontáneos danzaban alrededor imitando las danzas africanas al tiempo que se agitaban al viento banderas rojinegras.

La marea humana llenaba por completo la calzada en su lento avance hacia la Plaza de Colón. En Cibeles otra marea joven estaba sentada ocupando toda la cuesta que va de la Plaza de la diosa a la Puerta del Sol y en cuya cabecera llegó a leer: “Rodea el Congreso”.

No era día de camisetas como otras veces a pesar que los puestos de agua, cerveza y refrescos se alternaban con los de venta de estas en todos los colores verde, blanco, negro, azul… La gente no tenía tantas ganas de gritar, tal vez porque el grito está ahogado en las gargantas, estrangulado por el paro y los muertos en abusivos desahucios, sólo un fuerte murmullo, miradas tristes en el deseo de que este infausto sueño, con presente aciago, ceda el paso definitivamente a los sueños de esperanzas e ilusiones, para que nadie se quede sin futuro.

Se dio cuenta de que era imposible acceder a la Plaza de Colón, estaba totalmente ocupada, se quedó en la entrada. Suena el teléfono móvil: “Estamos a la puerta del Museo del Prado, atascados, no podemos seguir”.

“Un éxito”. Esta huelga general, cívica y ciudadana ha sido un éxito”. “Un millón. Estamos por encima del millón de personas aquí”, comenzaron a sonar los mensajes de los primeros líderes sindicalistas. A él también le parecieron más del millón de personas asistentes a la manifestación, pero era difícil precisar el dato. Es cierto que en el recuerdo tuvo a aquellas manifestaciones de finales de la dictadura e incluso a la que asistió con motivo del asesinato del concejal de Ermua, Miguel Ángel Blanco. Pero que más da. Mucha, mucha gente, precisó.

Quedó quieto escuchando a algunos ponentes que continuaron: “Qué no piense la Merkel que vamos a limpiarle el culo cuando de vieja venga a vivir a su casa de Granada”. “Pero si ya es vieja”, me dice una joven con ojeras. Le devuelvo el detalle con una leve sonrisa, pero ya mi pensamiento volaba hacia Granada y no me pareció justo que la líder germana venga a posar su alemán pandero sobre la ciudad del Poeta.

País de ovejas, gobierno de lobos