LAS LETRAS DEL VIENTO. Los jilgueros que lloraron por Munda
No sé hasta qué año he estado esperando a Munda, quizás hasta en un sueño freudiano – no, no sé los años que he estado esperándola, quizás inútilmente a Munda, acunado en el tiempo de la inocencia, no lo sé, ni lo he sabido nunca, ni lo sabré y llevo esa ausencia como una cruz de senderos, en un lejano calvario de lejanía de siglos, como si tuviera sus pies, se los viera en un encuentro irreal de senderos; sin embargo, en los caminos míos y, por más que la
Aún no sé cómo podría acercarme a esos lares, entre ramajes sombríos, bosques de niebla, hasta que, en esa locura de hallar a Munda, andaría por un frenesí de recuperar su rostro o deslumbrarme, además, con un iris de luna llena…. Pues a pesar de ese miedo, aquel cuerpo de ímpetu abría los arcos de ramas y me adentraba en una nebulosa de miedo y, en esa osadía, llamaba al mundo, lo llamaría como un sola y alocada voz desesperada:”¡Mun – da! ¡Mun – da! ¡Mun – da!”.
Entonces, en la lejanía, empezarían a sonar las campanas de Palumba y, conscientemente, estaba seguro de que tañían por mí ausencia, por esa búsqueda con que todo el gentío de la aldea la abandonaría, en dos ocasiones – con el “Hombre del Saco” – y conmigo. No sé cómo, pero sortearía la vigilancia de mamá, un par de veces, ante una lluvia de besos y lágrimas y la promesa “de que jamás saldría de Palumba”. No, no podía vivir, sin embargo, sin los besos de miel de Munda, sin sus pechos de heno fresco, sin el sabor de leche, sin sus cabellos de seda, a pesar de los celos de mamá, pobrecilla: su manantial de helecho se había secado durante un año bisiesto.
Hasta la dehesa de Retamar, no muy lejos de Palumba, llegarían aquellos ecos que parecían descolgarse de las nubes con las luces del crepúsculo. Hubo un instante, en el que me sentiría cansado; y hasta me apoyaría sobre un roble y, sin darme cuenta, me quedaría – me quedé dormido -… No, no sentiría nada, ni miedo, ni el aullar de un lobo cercano, ni un vuelo de lechuza, ni pájaros raros de la noche, ni lobos, ni los ecos incontables de la noche serena, hasta ni el croar de unas ranas, cerca de una laguna; y ni, por esas, se abrirían mis ojos, candados por el sueño. Aún, muy lejanamente, me llegaría el eco de las campanas de Palumba – las que yo tocaría de monaguillo -, y no sin cierto desconsuelo, retornaría envuelto en el amanecer adolescente de la niebla y la nostalgia, hasta Palumba. Claro que Iría muy abatido, hasta que mamá, al verme, entre aquella muchedumbre, me cogió con sus manos de esponja y me sembró de labios todo el cuerpo. “¡No, no he encontrado a Munda!”, exclamé entre lágrimas. “Cualquier día aparece, hijo; ya verás!”, mientras dejaba sus labios en mi rostro.
No obstante, ¡siempre, siempre, siempre!, la he estado esperando, hasta cuando supe que un rico malvado cogería aquel cuerpo de sirena, en un humilde pueblo, muy cerca de donde yo libaba la miel de sus pechos, o dejaba los sellos de mis labios en su rostro de morena clara o en sus ojos de azabache y unos cabellos de juncos finos. Así, así te he llevado Munda con el sello mortal de tus labios el resto de mis años, con tu imagen tatuada en el corazón, legionario de las horas, bajo unas estrellas con sonido de Debussy, claros de luna de Chopin. Sí, como un rapsoda triste por los senderos, donde ella había dejado unas sombras de juncos, cerca de la rivera de los Ocasos, lejos, muy lejos de aquella noche, muy negra y muy triste, donde tu cuerpo se descolgó de una rama de seda y hasta lloraron los jilgueros en un pueblo de Cruz y Santa.
A mi hermano de leche, Juan Antonio, que la lleva siempre en el corazón.
”Hiciste algo bueno y mejor. ¡Darme la vida! Tu hijo.”
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