viernes. 03.05.2024

Batas blancas. El recuerdo de hubo una vez

Algún día los abuelos contarán, al calor de la lumbre, de cómo hubo una vez un sistema público de sanidad que, siendo envidia de todos los sistemas del universo, quiso parecerse a otro sistema de salud que regentaba el país más poderoso del mundo y acabó siendo el sistema más pobre de la galaxia.

Algún día los abuelos contarán, al calor de la lumbre, de cómo hubo una vez un sistema público de sanidad que, siendo envidia de todos los sistemas del universo, quiso parecerse a otro sistema de salud que regentaba el país más poderoso del mundo y acabó siendo el sistema más pobre de la galaxia.

Érase un Rey que tenía un gran rebaño de elefantes, un palacio con ventanas y un país con habitantes. Todos los súbditos de aquel Reino respetaban al anciano Rey, enfermo de cosas de los huesos y cuyas caderas no resistieron el paso de los años.

Un lejano día aquel Rey llegó del país vecino para traer consigo la felicidad de su pueblo. El Rey acabó con la tiranía que imperaba. Una tiranía que tenía al país aterrorizado con su extrema autoridad. Este Rey expuso ideas de libertad, donde el pueblo soberano elegía a los gobernantes y se aprendía a respetar a los demás con aquello de es lo mismo lo mío que lo tuyo.

El Rey, que reinó con benevolencia y dignidad, estaba siempre en contacto con su pueblo y gustaba de que le contasen cosas sencillas de su vida cotidiana. Sabía de las necesidades de la gente humilde y estaba al tanto de sus peticiones, que siempre concedía magnánimamente: trabajo, casa, coche en lo individual y salud, educación y deporte en lo colectivo.

Ese era su máximo lema. Vosotros –decía-, tenéis que ofrecer vuestro esfuerzo individual con el trabajo y yo os devolveré, de forma solidaria, un sistema educativo y un sistema sanitario universal. Ya no tenéis que estar preocupados ni de la educación de vuestros hijos, ni de vuestra salud ni de la de ellos, ni de un deporte que os dará un cuerpo sano en una mente envidiable. El dinero no será la traba que permita el acceso sino la capacidad para esta o aquella carrera universitaria o para este o aquel oficio profesional.

Toda la gente de aquel pueblo de hombres libres irradiaba felicidad, se saludaban en las esquinas y quedaban los domingos para beber cerveza, comer en restaurantes limpios, tomar chocolate con churros en las meriendas, ir al cine y bailar hasta la madrugada. En los cumpleaños podían, incluso, salir a cenar a sitios donde el menú se acompañaba de vinos de reserva o cosecha.

En aquel país nunca se ponía el sol hasta que, nadie sabe como ni cuando, comenzó a llover. Primero fueron unas gotas, luego un calabobos y al final una tormenta de nunca acabar. Los niños, acostumbrados al buen tiempo, jugaban alegres salpicándose con aquel cambio de tiempo hasta que, aburridos de oscuridad, comenzaron a llorar. Lloraban por todas partes sin consuelo y los padres empezaron a no dormir por las noches. Una tras otra interminables noche, hasta que enfermaron.

Todos los padres y madres de aquel oscuro país acabaron ingresando en los centros de salud, ambulatorios y hospitales creados al efecto por el bonachón del Rey, pero nadie les atendía porque los enfermeros, enfermeras, médicos, médicas y personal sanitario de los Centros también estaban enfermos del llanto de los niños.

Entonces acudieron al Rey, pero este no estaba. Buscaron y buscaron, en los valles y montañas, en los pueblos y ciudades, en los ríos y en el mar, el Rey no aparecía. La gente se apresuraba por las calles asustada, los niños lloraban porque no salía el sol, sus padres corrían y el Rey no aparecía.

¡El Rey a muerto!, se oyó gritar a un niño de cara blanca, ojos rojos y mocos verdes. Entonces las ciudades se pararon. Los padres no marchaban de un lugar a otro, el personal sanitario no curaba, los maestros dejaron de enseñar. Sin saber el cómo ni el para qué, los niños dejaron de llorar. El cielo oscuro se volvió negro y las cosechas pudrieron sus frutos, encharcado el campo de tanto manantial.

El Rey, que no había muerto, siguiendo las peticiones de su pueblo, que siempre concedía, un día visitó un barrio pobre y la gente lo recibió con pobres regalos y le ofrecieron una sencilla comida de caldo de berzas, pollo con patatas, ensalada de tomate, lechuga y una cerveza sin alcohol. Una asistente social le explicó luego, que daban lo que tenían y que los gastos de la visita equivalían a lo que una manzana de viviendas gastaban en un mes. El Rey se despidió de ellos amablemente y fue desde entonces cuando no se volvió a saber de él.

El País se paró. Nadie, salvo los usureros y especuladores, trabajaban. Un sabio la llamó crisis mundial; un friki, puto crac; un perroflauta, quiebra comercial; un banquero, recogida de ganancias; un rico comerciante, saludable negocio; un político, desmantelación total; una empresa sanitaria, privatización ya, y un parado, hambre.

Los políticos del Gobierno creyeron que la solución a tanto mal era quitar a los pobres lo poco que tenían y así estimularlos de nuevo al trabajo. Así lo hicieron, mientras que los políticos de los partidos opositores, se encerraban en los parlamentos azotándose con flagelos sobre la piel desnuda, golpeándola hasta destrozarla y haciendo brotar pequeños regueros de sangre roja sobre su espalda, sin que esto tuviese eficacia alguna.

El pueblo quedó tan confundido ante tal deprimente espectáculo que vertían sobre los sangrantes opositores todo tipo de improperios y sobre los gobernantes toda su popular incredulidad.

Los gobernantes, como si de un encerado se tratara, empezaron a borrar todo aquellos que el Rey había dado al pueblo. Comenzaron por las casas, pues era injusto que unos vagos durmieran apaciblemente bajo techado y fueron miles los desahucios. Los automóviles, ya usados, no les interesaron, fueron abandonados por sus dueños ante la gran subida del combustible. Comenzaron a cobrar por todo lo que fuera factible de ser utilizado, con tal saña, que hasta se pagaba por usar las aceras e incluso un gobernante planteó cobrar por mirar, pero se desechó porque los cobradores tendrían que pagar por ver quien mira.

Entonces uno de los más sabios gobernantes dijo: “Si vamos uno por uno no acabaremos nunca. Dejemos tranquilo lo individual y ataquemos lo colectivo. Comencemos desde lo grande a lo pequeño y lo que no sirva, cerrojazo”.

Eligieron la capital del Reino como campo de pruebas y decidieron privatizar seis más de los hospitales públicos, algunos ambulatorios y veintisiete centros de salud. Estos eran los que el Rey años antes mandó construir para la felicidad de sus súbditos y que dijo eran la red de salud al servicio de los ciudadanos y ciudadanas, porque cada cierto territorio, llamado área por los tecnócratas, tendría un médico en cada pueblo, un centro de salud y un hospital.

Los gobernantes dijeron que esto de que todos los vecinos y vecinas tuvieran cubierta su salud era muy caro para las arcas del Reino y que el sistema de solidaridad, donde los ricos pagaban para que se atendiera a los pobres, era un cuento de cuando Robín Hood se escondía en los bosques de Sherwood, cerca de Nottingham. La gente humilde, añadían en privado, cuando tienen cosas gratis se quedan como hechizados y gustan de abusar de ellas, haciendo gastos inútiles y como no van al templo, a confesión de sacerdote, ni al psiquiatra, porque ni se creen pecadores ni locos, van al médico, convirtiendo los centros de salud en una procesión de enfermos imaginarios.

Luego siguieron cobrando impuestos por las ciudades de provincias y al final por las comarcas que dependían de aquellas provincias, y cuando esto llegó ya era tarde pues ya no quedaba nadie que dijera nada.

Cuando aparecieron por Sierra de Gata quitaron los médicos de los pueblos, desmontaron todos los centros de salud y cerraron el Hospital de Coria, porque no era rentable económicamente. Hubo que pagar igualas, medicinas y ambulancias y ya nadie quiso ponerse enfermo y, aunque ya no iban al médico siguieron muriéndose más que antes.

Los menos, que cobraban una miserable pensión, volvieron a los médicos especialistas de pago de Ciudad Rodrigo y se juntaron con otros pensionistas para crear unas sociedades que llamaron Socorros Mutuos y los jóvenes, con la sangre aún caliente, decían que lo que había era que juntarse en la Sociedad de los Caballeros Comuneros Españoles y acabar con los políticos doceañistas, pero se quedaban en la charlatanería de la barra del bar y en las proclamas y arengas en la plaza del pueblo y nunca pasaron a la acción.

Los alcaldes de los pueblos pidieron subvenciones millonarias para agrandar los clubes de mayores y los cementerios municipales temiendo que también se pusieran impuestos por el triste hecho de perecer, como ya se hacía por la misa de difuntos, el ataúd, el nicho y la albañilería de cierre.

El Rey seguía sin aparecer. Unos decían que lo habían visto por aquí y otros por allá. Un pastor bajó un día al pueblo y dijo creer haber visto a un hombre, que se le parecía mucho, oculto entre unos canchales y que cuando se dio cuenta de su presencia salió corriendo por entre las escoberas hasta desaparecer por los montes de la Sierra.

Un senderista llego a jurar, como se juraba antes ante el Rey, nuestro Señor, que lo vio llorando desconsoladamente en la cumbre de Jálama, sentado al borde de la Nevera, y lloró tanto y tanto tiempo que llegó a llenar el pozo de agua. Este caminante asegura que reconoció, en aquella persona, al Rey y púsose de rodillas ante él, y SM se puso en pie y colocando la real mano sobre la cabeza del ecologista, declinó con grave voz: “Ponte en píe peregrino, yo ya no soy Rey, que mejor soy poeta, funcionario de aduanas o, quizás, anacoreta. Vendería mi corona por ser un rey de opereta, licántropo en plenilunio o juglar de discoteca”. Cuando el caminante quiso consolarlo no pudo, el Rey bajó la cabeza y murmuró: “Estoy prisionero de una noche sin mañana”.

Nadie creyó esta exageración pero, unos días después, el vaquero del pueblo bajo con una hilera de caballerías cargadas de grandes barras de hielo, envueltas en paja. Cuando se le preguntó por su procedencia dijo que se trataba de un real sitio donde antaño se abastecieron las tropas del Rey y, en su nombre, el duque de Osuna.

Los habitantes del pueblo pudieron observar como el hielo era de una pureza cristalina sin igual y el interior de una de las barras contenía una moneda con el lema “Rex. Por la gracia de Dios”.

La noticia corrió como lo hace el ruido de la pólvora y todos los niños del país volvieron a llorar a pesar de que la mayoría de ciudadanos y ciudadanas seguían en paro, los que trabajaban no se podían jubilar y los niños volvían a nacer en la Casa de la Madre, entonces el niño de cara blanca, ojos rojos y mocos verdes gritó: ¡Viva el Rey, nuestro Señor!.

A Hilario Camacho que, de una de sus canciones, tuve el atrevimiento de tomar algunas notas.

Foto.- Francisco de Goya. Detalle de la estampa "El sueño de la razón produce monstruos". 1799. Grabado. Aguafuerte y aguatinta. Biblioteca Nacional de España.

Batas blancas. El recuerdo de hubo una vez