sábado. 27.04.2024

Viejas y nuevas soberanías

Hasta ahora nos han enseñado, incluso constitucionalmente proclamado, que la soberanía nacional reside en el pueblo del que emanan todos los poderes del Estado.

Hasta ahora nos han enseñado, incluso constitucionalmente proclamado, que la soberanía nacional reside en el pueblo del que emanan todos los poderes del Estado. Con tales palabras lo que realmente se fundamenta es el régimen representativo, un régimen en el cual la soberanía, que está reservada exclusivamente al ente colectivo y abstracto nación, no puede ser ejercida por nadie, sea quien sea, más que a título de representante nacional. Tal es la significación de la soberanía nacional. Pero lo que nos revela su verdadero sentido es su doble dimensión: interna y externa. Así, en su ámbito territorial significa que ninguna organización o persona individual puede sustentarse al poder estatal que se ejerce mediante normas jurídicas. Hacia fuera la soberanía determina su independencia frente a todo poder, injerencia o intervención exterior. En este sentido, la Constitución como norma superior del ordenamiento constituye la expresión máxima de la soberanía nacional.

Sin embargo, en la actualidad muchos conceptos consolidados están perdiendo virtualidad práctica. Y la soberanía nacional parece que no goza de buena salud. Esto nos obliga a plantearnos algunos interrogantes: ¿el pueblo español es plenamente soberano? ¿Puede seguirse manteniendo la supremacía de la Constitución frente a la legislación de la Unión Europea? ¿Están produciéndose grandes mutaciones constitucionales que no se formalizan como reformas en los textos constitucionales? ¿No ha quedado anticuada la idea de soberanía en un mundo donde las fronteras apenas protegen y los riesgos, las incertidumbres y las turbulencias se contagian a velocidad de vértigo? ¿Alguien cree de verdad que los Estados tienen capacidad para afrontar el futuro sin acudir a la cooperación entre naciones? ¿No será necesario un proceso de reconstrucción del Estado?.

Parece, por tanto, constatado que el dogma de la soberanía nacional, está seriamente afectado por el proceso de integración europea que implica para los Estados una transferencia masiva de competencias con las consiguientes limitaciones para el ejercicio del poder legislativo interno y cambios en la posición de los poderes de las instituciones estatales y en su reparto territorial interno. La primacía de la ley interna entendida como la facultad del legislador de regular cualquier materia se restringe al trasladar al legislador comunitario competencias sobre amplios sectores. Y si esto no fuera suficiente, dicha integración produce también importantes efectos sobre el poder constituyente que queda condicionado por las obligaciones resultantes del sistema jurídico comunitario al aceptar compartir con otros Estados el poder de transformar el orden constitucional establecido. De este modo, la validez de las normas comunitarias no depende de parámetros constitucionales, ni de controles internos, las previsiones constitucionales quedan desplazadas por la aplicación preferente de normas externas.

Todo esto supone que las naciones europeas deban reconocer que sus viejas soberanías tienen un valor simbólico y cultural pero con escaso contenido económico. Al consagrar en 1992 el Tratado de Maastricht la centralidad del mercado, la unión económica y monetaria, la estabilidad presupuestaria y una economía abierta y de libre competencia, el modelo económico de España y del resto de países no es el definido por las respectivas Constituciones nacionales, sino por las normas europeas dándose una absoluta subordinación del nivel estatal a los objetivos comunitarios.

Pero tales cambios no comportan solo un deterioro considerable de la soberanía estatal y del poder constituyente, sino una radical transformación de nuestro modelo de organización territorial. La distribución de competencias entre el Estado, las Comunidades autónomas y las Administraciones locales resulta alterada a favor de los órganos comunitarios. Desde esta perspectiva, debates como la reformulación del estado autonómico, la recuperación de competencias por el Estado o la segunda descentralización municipal están claramente superados. Las instituciones estatales, autonómicas y locales van a quedar vaciadas paulatinamente de competencias económicas, monetarias y fiscales. Buena prueba de ello ha sido la reforma “exprés” de la Constitución para consagrar el principio de estabilidad presupuestaria que limita radicalmente la acción de gobierno de todas las Administraciones pública. Así, los presupuestos generales del Estado serán aprobados “formalmente” por el parlamento español, pero condicionados “materialmente” por las autoridades europeas que no solo establecen un déficit público del 5,3 % del PIB sino que someten su ejecución a estricta vigilancia y supervisión.

Lejos queda ya el siglo XX. Sabemos muy poco de este presente turbulento, caníbal y volátil. Y mucho menos del futuro. Pero lo que no cabe duda es que Europa se enfrenta al desafío de la recuperación de la política con un auténtico gobierno con plenas competencias económicas, monetarias y fiscales. En caso contrario, nuestro modelo de vida europeo que conjuga eficacia económica con justicia distributiva corre el riesgo de descarrilar. Resulta evidente que en esta época de cambio de civilización nuestro bienestar solo se podrá preservar en el marco de una Europa que funcione y en el que el Estado, las Comunidades autónomas y los Municipios asuman sus propios límites. Todas estas instituciones incurrieron en parecidos errores, todas deben aplicarse a solucionarlos para lograr su sostenibilidad. La realidad actual desborda tanto el concepto de soberanía nacional como los de autonomía regional o local. No en vano los jugadores del nuevo juego mundial ya no se definen por la nación, la región o el municipio, sino por medio de los accesos a aeropuertos, ferrocarriles, autopistas o redes electrónicas.

Viejas y nuevas soberanías