martes. 19.03.2024

El alma de los árboles

Y cuanto os debemos, queridos, amados árboles, en este itinerario, gracias a la amabilidad de esa buena mujer, Sara Fontán, que quien sabe, si en un ritual mágico, no la hubieran bautizado en la Fontana de Trevi, cuando en el silencio espeso y, paradójicamente, claro, bajo esa luna lorquiana de Villasbuenas, quizás los vencejos hasta sacaran sus mandolinas y la inspiraran en ordenar estos jeroglíficos con sus deditos digitales, en ese intimismo de calorcillo de mesa camilla, mientras la Naturaleza reina sobre nosotros, nos ha donado tanto con las almas del olivo, del naranjo, del mismo ciprés, señorial y fúnebre.

Todos vosotros, pertenecientes al Reino Vegetal, habéis paseado por la magia digital, vuestros gozos y vuestras sombras, que, pobrecitos, habéis sido protagonistas del infierno de las llamas, eco cercano, que, a pesar de varias décadas de vida, aún tengo en mis retinas las llamas de una casa en Villanueva de la Sierra y los vecinos y vecinas, guerreros y guerreras, dispuestas a vencer el “fuego en ca Tiva”. Hay estampas que se morirán con nosotros, tras participar de la tierra que nos cubra. ¿Y lo qué habéis visto, este verano infernal, que se ha prendido en vuestros iris?.

Ya he perdido el relato de los árboles que han desfilado por estas páginas, y contaban sus gozos y sus sombras. Cuánto debemos a ellos, con que generosidad abren sus alas, cómo acogen los nidos en su coqueto rinconcito, cómo alzan sus vuelos ¿y los trinos? Yo iba a los nidos a ver cómo los hacían mis pardales, esas manos aladas, dedos de soneto, que hasta suena una nota del violín de casa. Qué censo tan hermoso como ignorado, qué alma de renacentistas, que toquecito de ángel. Y, nosotros, con las manos frías sin saber que vivir forma parte de la humildad y belleza del vuelo de una tórtola o del canto de un estornino. Qué seríamos sin esas siluetas o el olor de las florecilla de la laguna de El Guijarral, ducado mayor de la Madre Naturaleza… ¡Ah!....

Y esos castaños tan prendidos en el iris, ahora que comeréis castañas asadas en la soledad de la aldea, en plazuelas de ciudades, oh castaños sin Indias – eso, con cariño – los Pinzones, los Colones… Los romanos os traerían ¡nada menos que de China!, ese árbol señorial con la tristeza del otoño, amarillo y frío, cuando cubrís las montañas, en ocasiones, de plata y nieve, ya cercano enero. Que estáis castañas saliendo calentitas y gozosas, quizás hayáis pasado por esa nefasta enfermedad de “tinta del castaño” y, en Asturias, sois el fruto otoñal y hay quien os llama “vareixa” y, debido a la fábrica de municiones y fusiles, relegaron los castaños.

A los cerdos, sin embargo, los tenéis contentos, y hasta sois, castaños, tan generosos, que gusta vuestro aguardiente y el mismo Arguiñano os ha incluido en sus recetas; y crema, y marrón – glace. ¿Y qué me decís del Abuelo de El Tiemblo o del Castaño santo de Istán? Mil años os contemplan.

Cuánto os debo, en un tiempo poético y adolescente, y la castañera, familiar e íntima. Su grabado envolvía, en cirros, el último suspiro de la tarde, ocaso de calorcito y cucurucho. Y qué gozosos, cuando la felicidad era tan sencilla, como ver ocultarse el sol y dormir, en sus rayos, la última mirada.

Juan Antonio Pérez Mateos, escritor y periodista.

El alma de los árboles